lunes, 29 de marzo de 2010

Reivindicaciones de "Premier" nivel

Al Dios del fútbol le gusta bendecir el pie de sus elegidos. Solamente así se explica que tipos que se ven obligados a representar una y otra vez la función para ser debidamente reconocidos, ofrezcan de vez en cuando y en ocasiones muy a menudo, actos de obra épica con los que pasan, por derecho propio, a la memoria legendaria de aquel glotón tan selectivo que es el aficionado.

El sábado, cuando algunos aún rendían cuentas por los tropiezos más recientes y los más maquiavélicos echaban cálculos esperando que fuese la tarde del derrumbe definitivo del Chelsea de Ancelotti, el capitán Frank Lampard tomó el timón y gritó al mundo hasta en cuatro ocasiones que la derrota no es algo que se regala sino que se vende y en ocasiones a un precio muy caro. Midió el sudor y derrochó el alma para aniquilar a uno de esos equipos que, por vivir en el limbo de la grandeza, siempre tienen patente de confianza. El Villa llegó a Stamford Bridge con la lección del City bien aprendida y se marchó como un siete en el recuerdo después de probar la furia de un tipo que jamás jugó para perder.



Y el domingo, cuando algunos comenzaban a afilar sus uñas para hincar la carne y arrojar la sangre del Liverpool, Fernando Torres controló un balón junto a la línea de cal que delimitaba el flanco izquierdo del ataque de su equipo, avanzó con la mirada puesta en un único objetivo y alcanzó el lateral del área con un particular hilo de sangre reflejado en cada uno de sus ojos. Del golpeo, el vuelo del balón y el golazo hay poco que explicar y mucho que aplaudir. Fue la enésima redención de un tipo que se ve obligado a reinventarse en cada partido, un niño que se hizo hombre a la sombra de un estadio que le adora, un delantero que debe vivir a diario con mil estigmas y que cada vez que salta al campo es para demostrarle al mundo que quien quiera seguir haciendo esas listas de los mejores delanteros del mundo, debe seguir contando con él.

martes, 23 de marzo de 2010

Balones de oro: Stanley Matthews

La historia está escrita por tipos que marcaron a fuego su propio ego, por hombres que sacudieron los cimientos de lo establecido y, en algunos casos, por bellos perdedores que ganaron la sonrisa de los presentes gracias al noble latido de su corazón.

La de Stanley Matthews es la historia de un tipo que nació para hacer ruido y que se conformó con ser amado por un puñado de fieles. Cuando el tiempo hizo justicia a sus actos, terminó siendo depositado en el altar de los dioses y desde allí fue viendo como su leyenda se iba haciendo grande a medida que los padres les contaban a sus hijos el día que habían visto jugar al mejor wing derecho de la historia del fútbol inglés.

Matthews, que nació siendo humilde y murió siendo el mismo niño que soñaba con patear un balón, debutó a los dieciocho años con la camiseta del Stoke City y ese mismo año fue llamado para jugar con la selección absoluta inglesa. A nadie se le escaparon las maneras de gran futbolista de aquel muchacho de ojos vivos que encaraba a los defensas con el descaro de quien roba pan en las mismas narices del panadero. Tomaba la pelota, como aquel otro podría haber tomado un mendrugo recién salido del horno, y desfilaba sorteando las trampas que le ponían en forma de pierna en alto. Imparable. Solamente la Guerra Mundial fue capaz de apartarle del fútbol durante unos años. Seis años en los que hubo de servir como preparador físico en las filas de la Royal Air Force.

Pero regresó con la fuerza de quien sabe que ha dejado muchas jugadas guardadas en el tintero. Matthews jugó en la liga inglesa hasta los cincuenta y un años, completando un total de treinta y cuatro temporadas en activo antes de retirarse a Malta donde completó cuatro años más en una liga de bajo nivel hasta tomar la definitiva decisión de colgar las botas. Tenía entonces cincuenta y cinco años y muchas muescas marcadas en sus espinillas. Golpes de cuero y palabra, momentos vividos y otros pendientes que le situaron en muchas ocasiones en el cajón de los momentos que pudieron haber sido.

Con la selección inglesa disputó los mundiales de 1950 y 1954. En el primero, tras un largo viaje a Brasil, el seleccionador le hizo jugar un único partido. Fue aquel que quedó para siempre tan grabado en la memoria del aficionado español pues con aquella victoria por un gol a cero, España lograba la que ha sido, hasta hoy, su mejor clasificación en la historia de los mundiales.

En Suiza, la cosa no fue mucho mejor e Inglaterra regresó a casa mucho antes de lo esperado. Fueron duros golpes para un equipo que, durante muchos años, se creyó en potestad de una supremacía que realmente nunca demostró. Eran las cosas de creerse invencibles por el simple hecho de haber sido los inventores del juego. Matthews hubo de sortear las críticas de la misma manera que había sorteado a los jugadores rivales y regresar a los campos de su patria para volver a escribir nuevos renglones de ensueño.

Como si de una llamada del destino se hubiese tratado, Stanley Matthews falleció en febrero del año 2000 en vísperas de un partido grande. Era uno de aquellos amistosos que tanta fama le habían dado en su tiempo y que con los años se habían convertido en aperitivos sin tela que cortar. Inglaterra esperaba a Argentina en un Wembley que se preveía repleto y que, con el corazón compungido, hubo de guardar minuto de silencio cuando supo la noticia de la muerte de uno de sus mayores héroes. Con él se iban muchas tardes de espectáculo y el aroma de mil carreras pegado a la línea de cal. Con él se iba un pedazo de la historia del fútbol y nacía la leyenda de un ser inmortal.

A los treinta y un años, una edad que para la mayoría de futbolistas indica el umbral previo a la retirada, ficha por el Blackpool y será allí, algo más alejado de su casa, donde viva sus mejores tardes como futbolista. Tardes como aquella final de copa de 1953 que terminó por inmortalizarle y le consagró para siempre como futbolista. Tal fue su calado entre la sociedad inglesa que poco después de su retirada, la reina Isabel le nombró “Sir”, siendo el primer futbolista que lo conseguía.

Y es que mientras duró su carrera como futbolista, Matthews, que nunca logró los grandes éxitos que laurearon a la mayoría de sus rivales por el trono del fútbol inglés, fue uno de los tipos más queridos del país. Tan limpio y honesto era su juego que pudo retirarse con el orgullo de no haber sido jamás expulsado en sus treinta y cuatro años de carrera profesional. Y eso que jugó mucho desde que firmó aquel primero contrato por una libra semanal hasta que se retiró en loor de multitudes tras enfundarse la camiseta de su país por última vez para enfrentarse a un combinado del resto del mundo. Aquella tarde en Wembley, el mejor escenario posible, los mejores jugadores del momento encabezados por Di Stéfano, Puskas y Kubala, quisieron estar allí para disputarle sus últimos balones al mejor wing derecho que habían visto jamás.

Fue la tarde en la que Inglaterra lloró el adiós del hijo del barbero Jack Matthews. Allí, en el campo de sus mejores sueños internacionales, y rodeado de los mejores, recordó aquellos consejos que su padre, boxeador por afición y barbero por obligación, le había tras cada traspié; “Nunca esperes nada, nunca des nada por sentado, de esta forma nunca sufrirás una gran decepción”. Nunca esperó grandes cosas y sin embargo consiguió embaucar a millones de corazones, nunca ganó grandes torneos y sin embargo se retiró con la vitola de jugador irrepetible.

De hecho, solamente ganó un título importante a lo largo de su carrera y fue la final de la Copa Inglesa de 1953 vistiendo la camiseta del Blackpool. La de aquel año era la cuarta final que Matthews alcanzaba como futbolista y la primera y única que ganaría. Y eso que no se pusieron fáciles las cosas. En el intermedio del partido, el marcador reflejaba un cómodo tres a uno para el Bolton. Recortó el Blackpool y el partido languideció con el tres a dos hasta que apareció Matthews en dos minutos fulgurantes. Fue el tiempo que le bastó para ganar en dos ocasiones la línea de fondo y regalar dos goles al delantero Mortensen. Lo que a cinco minutos para el final parecía una quimera se había hecho realidad con el pitido final; el Blackpool era campeón y Matthews abandonaba el estadio en hombros entre vítores de gran héroe. Pasaron las horas, salieron los periódicos y aquella final quedó bautizada para siempre como “la final de Matthews”.

Aquella fue una de esas tardes en las que Matthews tuvo el placer de poder replicar a sus críticos. Estos, más empeñados en la crueldad que en la emotividad, achacaban al extremo que solamente era capaz de hacer una jugada “¿Para qué más?” Pensaría él. Aquella jugada le había convertido en inmortal. Era su jugada aquel famoso quiebro conocido como “The Move” en la que tras un amago hacia el interior salía disparado hacia afuera buscando la línea de fondo. Simple, sí, pero imparable también.

Recién cumplidos los cuarenta y ocho años y cuando el fútbol ya lo adoraba como un Dios menor, Matthews decidió regresar a casa y volver a vestir la camiseta rojiblanca del Stoke City. Allí, en el Britannia Stadium, en el mismo lugar donde hoy reposan sus cenizas, dio sus últimas lecciones. Llegó a un equipo agobiado por las urgencias que se hundía en la tabla de la segunda división y no solamente consiguió sacarle del hoyo del descenso si no que lo enchufó de tal manera que lo puso de nuevo en la élite. Y allí, en la primera división inglesa y vistiendo la camiseta del Stoke, jugó sus últimos partidos como profesional antes de dar un último salto a un lugar más exótico, presto a disfrutar el descanso del guerrero.

Dejó miles de partidos y cientos de rumores. Uno de ellos le situaba en el centro de una conspiración por culpa de los celos. Cuentan que los capitanes del seleccionado inglés, más acostumbrados al éxito de lo que había estado Matthews, recelaban del éxito de un tipo que era tan perdedor como buen futbolista. Ellos ganaban, levantaban trofeos y caminaban con el pecho erguido y, sin embargo, su Inglaterra era la Inglaterra de Matthews. Un tipo silencioso que se marchó de casa para triunfar y ganó el corazón de miles de aficionados. Sobre todo los del Stoke, durante un tiempo mal acostumbrados a su fidelidad y dispuestos a convertirlo en patrimonio exclusivo de su club, tanto que hubo de acudir a las fuerzas del orden para contenerlos del día que se firmó su pase al Blackpool. Cientos de hinchas se habían reunido en la sede del Stoke para bloquear las puertas e impedir así la marcha de su ídolo. Era una batalla perdida. Matthews se marchó para hacerse inmortal y regresó para convertirse en leyenda. El pequeño aprendiz de barbero que había llegado un día con pinta de niño desnutrido se marchaba como un hombre capaz de levantar millones de corazones. Todo el mundo le llamaba “Sir Wing”, era el caballero de la banda, un extremo incomparable, un futbolista inolvidable.

Stanley Matthews nació en febrero de 1915 y falleció en el mismo mes del año 2000 a los ochenta y cinco años de edad. Jugó un total de mil cuatrocientos veintidós partidos repartidos entre el Stoke City, el Blackpool y la selección inglesa con la que llegó a ser cincuenta y seis veces internacional en veintidós años. Sus números, más dados a la admiración que al vacío, pese a la ausencia de grandes títulos, y su carisma, le valieron para ser condecorado como el primer mejor futbolista europeo por la revista France Football. Él fue el primer balón de oro. Era una época en la que el personaje contaba más que el futbolista y por ello se llevó el galardón pese a que había tipos como Alfredo Di Stéfano o Raymond Kopa con mucho más caché que él. Fue una gran apertura para un gran premio, un detalle inolvidable.

Esta es la historia de un bello perdedor que ganó la sonrisa de la gente gracias al noble latido de su corazón, la leyenda de un romántico que prefirió la derrota a la tristeza, que impuso la pasión a la grandeza y que sobrevivió entre un bosque de piernas que jamás pudo contenerle. La vida de un tipo que jugó al fútbol por placer y en cuyas botas vivió el mérito de mantenerse alerta durante más de tres décadas. Un tipo irrepetible, un hombre admirado y un futbolista legendario. El primer balón de oro, el aroma de una carrera imparable que siempre recorrerá la línea de cal en el recuerdo de los viejos aficionados ingleses.

jueves, 4 de marzo de 2010

Debí volverme demasiado exigente

Conste que a mí esto de los amistosos a mitad de temporada no me hacen demasiado tilín. Cuando uno cumple ya una edad y se cansa de ver partidos si nada en juego, pierde un poco el interés por aquello que, durante mucho tiempo fue el centro de todos sus sueños. Si de pequeño soñaba con ver a Platini, a Maradona o a Van Basten jugar contra España cada vez que esta organizaba amistosos de medio pelo, ahora no soy más que un ser poco creyente de las mentiras que se cuentan cada vez que se gana un bolo de este calibre. Lo de ayer, más allá de la superioridad que quizá no hacía falta ni que nos vendiesen, no fue más que una esquirla más en nuestra inmaculada trayectoria de partidos para la estadística porque cuando yo quiero ganar a Francia es en una competición de verdad.

Yo fui uno de esos imberbes que creció con el gol de Platini en el ochenta y cuatro, con el baile de Zidane en el dos mil y con la superioridad física de Vieira y Makelele en el dos mil seis. En ninguno de aquellos partidos Francia nos regaló ningún baile, ni ningún motivo para el "olé", pero nos ganó. Y muchos de aquellos partidos vinieron precedidos por victorias amistosas como las de anoche, que supusieron motivos para creer y atajos para desilusionarse. Cierto es que jugamos como nunca y cierto es que nos temen en el mundo, pero lo de anoche no debe servir para llenar portadas si no para seguir trabajando.

He debido volverme demasido exigente porque he visto a la roja jugar mejores partidos del que jugó anoche. Si bien es cierto que el equipo manejó el tiempo y el marcador casi a su antojo, no es quitar mérito a lo logrado si apuntamos que las imperfecciones fueron de ese calibre tan peligroso que es capaz de provocar el suicidio deportivo en partidos de la máxima exigencia. Los mediocampistas centrales, más ocupados en el pase definitivo que en la contención, perdieron más balones de los permitidos y los perdieron, sobre todo, en zonas en las que un equipo de alto nivel puede verse en la opción de montar una contra mortal. Si ayer nuestros centrales estuvieron impecables al rescate es algo que se debe aplaudir pero a lo que no nos debemos acostumbrar pues fiar las opciones a buen día en defensa es como intentar nadar hacia otra orilla con un saco de plomo en la espalda, puede conseguirse, pero el riesgo de ahogarse es enorme.

Debe ser que me he acostumbrado tanto a las jugadas fulgurantes de primer toque, a la elaboración técnica de primer nivel y a la efectividad barroca de nuestros hombres de ataque, que cuando veo al equipo ganar con dos goles evitables, me siento hambriento de mucho más. Cierto que es que era Francia, cierto es que era Saint Dennis y cierto es que llevábamos cuarenta y dos años sin ganar allí, pero permitidme decir que lo de ayer fue simplemente bueno, en nuestra línea, pero para nada extraordinario.

Y sirva mi insatisfacción como película de esa prudencia que habitualmente utilizo como escudo ante el miedo al fracaso. En los partidos de máxima exigencia no sirven los pasecitos que conducen al elogio, sirve el fútbol y sirve la máxima concentración. En el último mundial, contra estos mismos que ayer vestían de blanco, Xabi Alonso perdió un balón en el medio campo y no estuvo Puyol para rescatarle del naufragio. En los mundiales, tipos como Ribery son aún mejores porque en cada acción llevan la mirada de miles de millones de espectadores. Cierto que los nuestros también son muy buenos y que España sigue siendo España, pero mucho mejor ser como en Viena que ser como en París. Aunque la historia señale el día de ayer como aquel en el que los franceses nos despidieron como a toreros.

lunes, 1 de marzo de 2010

El bipartidismo se convierte en dictadura - La banda de la liga, por Manuel Malagón

Terminada la vigésimo cuarta jornada de la Liga BBVA, el tercer clasificado, el Valencia, está ya a trece puntos del Madrid y a quince del líder. La brecha es de aúpa y no hace sino confirmar que hay dos Ligas. Una la juegan los dos grandes (se presume apasionante), y la otra el resto (tampoco le falta emoción). Por arriba sigue mandando el Barça, aunque estuvo cerca de ceder el liderato al Madrid. Pero el campeón sigue siendo un equipo fiable, por más críticas que esté recibiendo. Decidió su difícil partido ante el Málaga a falta de siete minutos para el final con un gol de Messi cocinado por Xavi (su pase figura entre lo mejor de lo que llevamos de Liga) y Alves. Con la vuelta del lateral brasileño, el Barcelona volvió a parecerse a sí mismo. Ganó al final, cierto, pero debió hacerlo mucho antes. La baja de Alves quizá no se ha valorado en su justa medida, pero es un futbolista capaz de cambiar la cara a cualquier equipo, incluso al mejor del mundo. El Barça, por cierto, suma más puntos a estas alturas que la temporada pasada.

Al acecho del Barça continúa el Madrid, que fue líder durante un par de horas, y no parece que la situación vaya a cambiar. Al equipo de Pellegrini cada día se le ve mejor, más hecho, un equipo para luchar hasta el final por la Liga, sin duda. No se recuerda que los dos grandes, Barça y Madrid, estuvieran tan bien en un mismo campeonato. Normalmente, cuando uno de ellos está muy bien, el otro no lo está tanto. Esta campaña, sin embargo, a ninguno se le puede reprochar nada. De 72 puntos posibles, uno lleva 61 y el otro 59, y las cifras goleadores son espectaculares. En el Heliodoro, un estadio de pésimo recuerdo para el madridismo, los blancos se dieron un festín. Hubo buen juego y goles, y actuaciones sobresalientes como las de Higuaín o Xabi Alonso. Cristiano y Kaká terminaron apuntándose a la fiesta, pero de nuevo fue la clase media lo más destacada. Además de Higuaín y Xabi Alonso, también brillaron Albiol y Garay, y el pase del primer gol fue de Marcelo.

El partido de la jornada se vio en el Vicente Calderón, donde hubo goles, buen juego por parte del Atlético y polémica, porque Pérez Burrull tuvo quizá el peor día de su vida, y eso es mucho decir en él (que le pregunten a Juanfran). El colegiado la armó y el Atlético salió reforzado. Los rojiblancos hicieron un partidazo y merecieron la victoria de punta a punta. El Atlético hace tiempo que es otro y gran parte del mérito es de Quique Flores. El equipo rojiblanco está más trabajado, juega mejor y además tiene futbolistas que cada vez están mejor. Tiago es un centrocampista de los que hacía tiempo que no tenía el Atlético, Simao está mejor que al principio de temporada y Reyes está muy fino. Con los de arriba, Forlán y Agüero, se puede contar casi siempre. El resultado es un equipo serio y capaz de competir casi con cualquiera. Al Valencia, el tercero de la liga española, le pasó por encima.

Cuarto sigue el Sevilla, aunque el Mallorca no piensa rendirse en esa lucha. Los de Jiménez no pudieron con el Athletic en un partido donde lo mejor fueron los porteros. La Champions pasa factura al equipo sevillista, donde sigue sobresaliendo Jesús Navas. Los bermellones, que vencieron al Valladolid, se ponen a tres puntos. El equipo de Manzano está dispuesto a obligar al Sevilla a mantener la tensión hasta el final. Apasionante se presenta también la lucha por la UEFA, puestos a los que aspiran un buen puñado de equipos. Ahora mismo, Mallorca, Deportivo y Athletic parecen con ventaja, pero Villarreal y Getafe siguen mirando de reojo, e incluso el Sporting y el Atlético si continúa con su mejora, y por qué no Osasuna. En esa pelea, el Villarreal se deshizo del Deportivo y respira tras una semana en la que había recibido diez goles, y el Getafe se vio sorprendido ante el Zaragoza en el peor partido del año, según palabras de Míchel.

La cuarta pelea, tras la del título, la de la Champions y la de la UEFA, es la del descenso, la más amarga. Ahí empieza a haber un corte peligroso para Xerez, Tenerife y Valladolid. El cuarto por la cola, el Zaragoza, está ya a cuatro puntos de los vallisoletanos, más de un partido de distancia. A los de Gay les ha venido Dios a ver con Suazo, un delantero que está justificando su fama. Los tres que habitan la zona de descenso lo hacen de forma distinta. El Xerez mejora, pero carece de recursos. El Tenerife tiene una propuesta atractiva, juega un fútbol aseado y llega, pero su debilidad defensiva le mata. El Valladolid es más competitivo que Xerez y Tenerife, pero está deprimido. Más tranquilos andan el Málaga y el Almería, que desde que llegó Lillo al banquillo es otro equipo. Venció con comodidad en Santander al Racing, que ha perdido fuerza tras la eliminación copera.



Publicado en Marca.com