Al Dios del fútbol le gusta bendecir el pie de sus elegidos. Solamente así se explica que tipos que se ven obligados a representar una y otra vez la función para ser debidamente reconocidos, ofrezcan de vez en cuando y en ocasiones muy a menudo, actos de obra épica con los que pasan, por derecho propio, a la memoria legendaria de aquel glotón tan selectivo que es el aficionado.
El sábado, cuando algunos aún rendían cuentas por los tropiezos más recientes y los más maquiavélicos echaban cálculos esperando que fuese la tarde del derrumbe definitivo del Chelsea de Ancelotti, el capitán Frank Lampard tomó el timón y gritó al mundo hasta en cuatro ocasiones que la derrota no es algo que se regala sino que se vende y en ocasiones a un precio muy caro. Midió el sudor y derrochó el alma para aniquilar a uno de esos equipos que, por vivir en el limbo de la grandeza, siempre tienen patente de confianza. El Villa llegó a Stamford Bridge con la lección del City bien aprendida y se marchó como un siete en el recuerdo después de probar la furia de un tipo que jamás jugó para perder.
Y el domingo, cuando algunos comenzaban a afilar sus uñas para hincar la carne y arrojar la sangre del Liverpool, Fernando Torres controló un balón junto a la línea de cal que delimitaba el flanco izquierdo del ataque de su equipo, avanzó con la mirada puesta en un único objetivo y alcanzó el lateral del área con un particular hilo de sangre reflejado en cada uno de sus ojos. Del golpeo, el vuelo del balón y el golazo hay poco que explicar y mucho que aplaudir. Fue la enésima redención de un tipo que se ve obligado a reinventarse en cada partido, un niño que se hizo hombre a la sombra de un estadio que le adora, un delantero que debe vivir a diario con mil estigmas y que cada vez que salta al campo es para demostrarle al mundo que quien quiera seguir haciendo esas listas de los mejores delanteros del mundo, debe seguir contando con él.