miércoles, 4 de abril de 2012

La otra mano de Dios

Todos recordamos aquel gol precedente a la gran galopada del siglo XX. En un balón suelto, punteado por Valdano y prolongado por un defensor inglés, Maradona saltó menos que Shilton pero encontró un arma para trampear la definición. Cuando le preguntaron por aquello, el Diego recurrió a que no había sido su mano, si no la de Dios, la que había ayudado a la nación Argentina en su particular venganza deportiva contra la Inglaterra que, no hacía mucho, les había infringido una humillante derrota militar.

Argentina y, por supuesto, Maradona, regresaron al gran escenario cuatro años más tarde. Aquel era un equipo demasiado "bilardeado" como para tomárselo en broma. Entre miradas por encima del hombro y supuestas superioridades, terminaron la primera jornada con un revolcón doloroso ante la espectacular Camerún liderada por Roger Milla. Y ante aquella perspectiva, el segundo partido, a disputar ante la Unión Soviética, uno de los mejores equipos europeos en liza, se presentaba como una batalla a vida o muerte.

En aquel partido, y en el escaso intervalo de tres minutos, ocurrieron dos hechos que maracarían a fuego la historia de aquel aburrido mundial. En una jugada de ataque soviético, un balón en profundidad llega a Pumpido, meta argentino, con ventaja, pero tiene la mala suerte de chocar en su salida con su compañero Olarticoechea rompiéndose la tibia y el peroné. Lo que pudo haber supuesto una tragedia se convirtió en el principio de la consolidación de un fenómeno; su sustituto, Goycoechea, se convertiría en heroe nacional durante aquel mes de julio después de detener media docena de penaltis a yugoslavos e italianos en dos tandas teñidas de drama.

El córner que derivó de la jugada en la que Pumpido salió lesionado acabó en otro saque de esquina. La URSS lo sacó al primer palo y el remate fue manso, pero venenoso. En el primer palo, y cubriendo la jugada, se encontraba Maradona quien, a contrapié, se encontró el balón encima y sacó a pasear la mano para despejarlo y comprobar, aliviado, como el árbitro hacía la vista gorda.

Aquel penalti y expulsión hubiese mermado a Argentina. De no haber ganado aquel partido, los argentinos hubiesen quedado apeados en la primera ronda y el mundo hubiese perdido tres o cuatro imágenes impagables que nos dejó el recuerdo de aquel verano italiano. Aquella jugada mágica ante Brasil en cuartos, aquellas paradas de Goycoechea mientras fijaba la mirada en el lanzador rival y aquellos insultos a voz en grito ante los miles de italianos que silbaban el himno argentino.

Maradona no sólo tuvo una mano divina, y de no haber sido así, quizá la izquierda, la de México, hubiese sido la de Dios y la derecha, la de Italia, hubiese sido la del diablo.

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