
No vivió demasiado, solamente cincuenta y cuatro años, y se retiró a los treinta y dos como jugador, pero aún queda algún anciano que un día fue niño y celebró los goles de un delantero rápido, potente y gran cabeceador al que le faltaba la mano derecha. Ese era Héctor Castro. Un niño que soñó ser grande y un futbolista muy grande, de los más grandes de la historia de Nacional de Montevideo. Con el equipo tricolor hizo ciento siete goles en la primera división uruguaya y sus actuaciones le catapultaron a la internacionalidad con su país. Y fue con la celeste, vistiendo la zamarra que le aportó más gloria, con quien se convirtió en futbolista eterno, sobre todo en aquel verano de 1930 en el que su país se coronó como referente futbolístico a nivel mundial.
En aquel equipo jugaban auténticos ases del balón como Andrade, Gestido, Cea o Dorado y, como delantero centro, Héctor Castro. El niño que había perdido una mano trabajando con un motosierra y que se había hecho hombre a base de marcar goles y enseñar los dientes en el área. No era un manco cualquiera, Castro no se amilanaba en el área y utilizaba su muñón como arma en el salto contra los rivales. Sin el descaro que podría haberle aportado un empujón con la mano abierta, Héctor Castro clavaba su muñón en la espalda del rival y, gracias a ello, obtenía una ventaja certera en el salto. Parecía que saltaba más que nadie, pero lo cierto es que era más pícaro que nadie. Aquellos saltos por encima de los defensores, aquellos goles de cabeza y aquellos sprints en busca de un balón imposible le valieron el sobrenombre de "El divino manco". A aquellas alturas, holgaba decir que Uruguay le adoraba como a un Dios. Y lo adoraba, también, como adoraban al resto del plantel, por haberse convertido en el martillo pilón que derrotaba en todas las finales a Argentina, ese molesto rival deportivo al otro lado del río de la Plata.
A Argentina le ganaron la batalla por la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1928 y a Argentina le ganaron la final del mundial de 1930. Aquello parecia un mal sino para los argentinos, condenados a perder contra los incordiantes vecinos del este. En aquella final del mundial que hizo estremecerse a todo Uruguay, Héctor Castro anotó el cuarto de los goles de su equipo. Fue el definitivo, la puntilla, el último gol del campeonato. Curiosamente, Castro también había anotado el que había significado el primer gol de Uruguay en la historia de los mundiales. Lo suyo eran los goles recordados, los meritorios, los inmortales. Y como personaje dado a la leyenda, una vez hubo abandonado los terrenos de juego, se puso el chándal y tomó las riendas de su equipo del alma. Con Héctor Castro como entrenador, Nacional de Montevideo salió cinco años campeón de Uruguay. Como para no tenerlo en un altar.
Las historias de los grandes hombres tienen puntos de inflexión en momentos relevantes. Hector Castro perdió una mano pero no perdió la pasión por el fútbol. Soñó ser una estrella y se convirtió en el más afamado delantero de su época. Las desgracias no invitan a quedarse tirado en el suelo, sólo algunos consiguen levantarse y muy pocos son los que logran seguir caminando. A ellos, a Héctor Castro y muchos otros, les corresponde la historia.
En aquel equipo jugaban auténticos ases del balón como Andrade, Gestido, Cea o Dorado y, como delantero centro, Héctor Castro. El niño que había perdido una mano trabajando con un motosierra y que se había hecho hombre a base de marcar goles y enseñar los dientes en el área. No era un manco cualquiera, Castro no se amilanaba en el área y utilizaba su muñón como arma en el salto contra los rivales. Sin el descaro que podría haberle aportado un empujón con la mano abierta, Héctor Castro clavaba su muñón en la espalda del rival y, gracias a ello, obtenía una ventaja certera en el salto. Parecía que saltaba más que nadie, pero lo cierto es que era más pícaro que nadie. Aquellos saltos por encima de los defensores, aquellos goles de cabeza y aquellos sprints en busca de un balón imposible le valieron el sobrenombre de "El divino manco". A aquellas alturas, holgaba decir que Uruguay le adoraba como a un Dios. Y lo adoraba, también, como adoraban al resto del plantel, por haberse convertido en el martillo pilón que derrotaba en todas las finales a Argentina, ese molesto rival deportivo al otro lado del río de la Plata.
A Argentina le ganaron la batalla por la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1928 y a Argentina le ganaron la final del mundial de 1930. Aquello parecia un mal sino para los argentinos, condenados a perder contra los incordiantes vecinos del este. En aquella final del mundial que hizo estremecerse a todo Uruguay, Héctor Castro anotó el cuarto de los goles de su equipo. Fue el definitivo, la puntilla, el último gol del campeonato. Curiosamente, Castro también había anotado el que había significado el primer gol de Uruguay en la historia de los mundiales. Lo suyo eran los goles recordados, los meritorios, los inmortales. Y como personaje dado a la leyenda, una vez hubo abandonado los terrenos de juego, se puso el chándal y tomó las riendas de su equipo del alma. Con Héctor Castro como entrenador, Nacional de Montevideo salió cinco años campeón de Uruguay. Como para no tenerlo en un altar.
Las historias de los grandes hombres tienen puntos de inflexión en momentos relevantes. Hector Castro perdió una mano pero no perdió la pasión por el fútbol. Soñó ser una estrella y se convirtió en el más afamado delantero de su época. Las desgracias no invitan a quedarse tirado en el suelo, sólo algunos consiguen levantarse y muy pocos son los que logran seguir caminando. A ellos, a Héctor Castro y muchos otros, les corresponde la historia.
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