
Se crió en la mayor escuela de talentos de Europa, dio un paso al frente en la final de la una Copa de la Uefa y viajó a Italia para estrellarse contra el muro del catenaccio. Perdió la felicidad y perdió el duende, perdió la fé y perdió el fútbol. Apresado en un castillo de hormigón suplicó ayuda y un joven entrenador francés acudió al rescate y le obligó a prometer espectáculo a cambio de romper sus grilletes.
La promesa fue magia. El rubio se instaló en Londres y en pocos meses ya era un ídolo. Pocos años después se había convertido en un Dios pagano vestido de rojo y blanco. Inventaba goles, ingeniaba pases imposibles y levantaba a la grada cada vez que merodeaba el área. No era un delantero centro, pero tampoco un mediapunta; era un espíritu libre que ingeniaba goles con la cabeza levantada. Buscaba el hueco, el espacio y, tac, el balón terminaba en la escuadra, junto al palo o debajo de las piernas del portero.
Muchas veces lo hacía después de haber humillado a un defensa. No era un jugador altivo y de aires superiores, pero gustaba jugar al circo; hacía magia, ilusionismo, regates imposibles, remates increíbles. Se despidió una tarde de primavera y llovieron aplausos sobre su espalda. No hubo más tardes, ni más goles, ni más trucos de mago. Pero quedó el recuerdo, imborrable, de un tipo que nació para hacernos a todos un poquito más felices.
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