viernes, 28 de diciembre de 2018

Pichichis: Pahiño

El profesor Emilio Crespo empeñaba su tiempo en cultivar personas. No era un hombre a quien la docencia le importase poco, era un soñador que animaba a los niños a despertar y, sobre todo, a pensar. Siempre a pensar. Los tipos que piensan, les dijo a sus alumnos, siempre serán tratados como hombres raros, pero sólo ellos sabrán que los raros son los demás. Manuel Fernández, el hijo de Paíño, era uno de los alumnos aventajados de don Emilio. Había aprendido a jugar al fútbol y había aprendido a pensar, por ello, siempre fue visto como un tipo raro.

Así le vieron en Madrid, la primera vez que apareció en el vestuario con un libro bajo el brazo. Para entonces, ya tenía fama de rojo y esa, era una fama aún peor que la de pensador. El futbolista, más pendiente del gol propio que de la palabra ajena, hizo oídos sordos a las acusaciones y se dedicó a lo que mejor sabía hacer; ganar partidos. Acompañado de su inseparable Miguel Muñoz, hizo el petate rumbo a Madrid después de haberse destapado como un delantero voraz en el Celta de Vigo. Allí había hecho fama en la temporada 1947-48 después de erigirse como máximo goleador de la liga y llevar al Celta a un histórico cuarto puesto. Era un delantero voluntarioso, poco dado al regate, pero que rompía la pelota con ambas piernas. Para embrutecer sus disparos, reforzaba la puntera de sus botas con chapas de acero y fortalecía sus piernas con ejercicios diarios. Cuando se marchó de Madrid, loas mediantes, prometió a su presidente no cambiar a la acera del Atlético, equipo que le ponía mucho dinero encima de la mesa. "A cualquier sitio menos a ese", le rogó Bernabéu.

Pero sus inicios habían sido algo más abruptos. Su primera temporada en el Celta terminó con un descenso a segunda. Muchos empezaron a dudar de su valía a pesar de que era apenas un juvenil, pero, ya en segunda, Pahíño, sobrenombre por el que le bautizó el periodista Hándicap, comenzó a demostrar sus dotes de goleador. Tanto goleó que el equipo regresó a Primera, se consolidó y él mismo fue convocado con la selección. "España ha encontrado a su delantero", rezaron las crónicas. Nada más lejos de la realidad. El subterfugio de su mala relación con la federación de fútbol se encontraba en lugares lejanos a los terrenos de juego, como una biblioteca clandestina, una librería francesa o un kiosko en las ramblas barcelonesas, lugar donde conseguía, pago por debajo mediante, los últimos ejemplares de las novelas más revolucionarias.

La primera vez que fue declarado en rebeldía, jugaba en el Celta y exigió un salario más justo. La segunda, jugaba en el Granada, estaba a punto de retirarse, y se lió a guantazos con su entrenador. A aquellas alturas, todos sabían que el hijo de Manuel Fernández Paíño no se amilanaba ante nadie. Ya de pequeño podía con todo, así, fue capaz de alinearse en tres equipos diferentes de Vigo con los que jugaba durante toda la jornada del sábado. De mayor, ya acostumbrado al gol y al elogio, decidió colgar las botas cuando vio que los defensas podían con él. Cuestión de amor propio. Se marchó dejando doscientos treinta y tres goles en trescientos catorce partidos como profesional.

Tres de ellos los anotó con la selección nacional de fútbol. Muchos más los hizo en Chamartín, incluso de visitante, como aquella tarde en la que regresó vistiendo la camiseta del Deportivo La Coruña y anotó dos para dar la campanada. El estadio, en agradecimiento a los servicios prestados, se puso en pie para despedirle. Más de uno, seguro, en su cabeza, terminó tatareando aquella vieja copla que resonaba en la tribuna y que decía "Ponen al público en pie los centros de Joseíto, pero cuando la emoción se pone el alma en un hilo, es cuando empalma un trallazo, sobre la marcha, Pahiño".

Si algo entusiasmó a sus seguidores, gol aparte, es que el tipo nunca se arrugaba. Si le pegaban, pegaba, si le amenazaban, se encaraba, si le insultaban, insultaba. Visto esto, es fácil entender lo que le ocurrió en uno de sus últimos partidos como profesional. Vistiendo la roja y blanca del Granada, visitó Heliópolis para enfrentar al Betis. En una de sus arrancadas, condujo la pelota con velocidad hacia la meta rival, no había freno, o no parecía haberlo. Entonces apareció Felipe, defensa bravo y contundente, para derribarle con una aparatosa patada. Pahiño se levantó como un resorte y estampó dos puños en el rostro de su rival. Igual que con los pies, manejaba ambos puños con soltura. Y es que se vio obligado a defenderse desde pequeño. Hijo del hambre y la necesidad, hizo de esta virtud para hacerse valer en la vida. No le asustó la competencia y, pese a ser coetaneo de Zarra y César, siempre creyó merecer tantos galones como ellos.

En otro lance del juego, mientras el Madrid disputaba una torneo en tierras sudamericanas, Pahiño terminó a tortas con la estrella del equipo rival. Por entonces no se le dio mucha importancia, pero el delantero rubio del Millonarios de Bogotá con el que cruzó manos se llamaba Alfredo Di Stéfano y terminó siendo uno de los mejores jugadores de la historia del fútbol. Pero más allá del carácter, Pahiño era gol y entrega. Ciento ocho goles marcó como madridista, algo que ya soñaba hacer el día que envió una carta a las oficinas de Chamartín ofreciendo sus servicios. No se sentía bien tratado en Vigo y se sabía capaz de ser la estrella de uno de los equipos punteros de la liga.

Con la camiseta del Madrid fue internacional por segunda vez, fue un partido ante Bélgica en el que no anotó ningún gol. Por entonces, ya era un tipo bajo un permanente paraguas de sospecha. Había debutado en Suiza, aún con la camiseta del Celta y la historia de su no relación con la selección nacional nació allí mismo. "Fui un futbolista diferente", espetó en más de una ocasión. "En Vigo, por ejemplo, me sentía como un botones, siempre al servicio de los directivos. Yo sólo quería ser libre". Y eso que el Celta apostó fuerte por él en un primer momento; procedente de los equipos amateurs de galicia, en Vigo se fijaron en él desde que comenzó a golear en el Rápido de Bouzas. Le garantizaron un servicio militar cómodo y cercano a casa para que renunciase a la oferta del Salamanca y le dieron una ficha de dieciocho mil pesetas. Tras unos primeros meses fallidos, el chico, con dieciocho años, se destapó siendo el máximo goleador en segunda división y conduciendo a los celestes de nuevo a Primera. En el partido definitivo por el ascenso, en el viejo Metropolitano (campo en el que debutó como profesional), ante el Granada (equipo en el que se terminaría retirando), tiró de épica y aguantó más de media hora en el campo con el peroné roto. Había hecho dos goles en el primer tiempo y se había fajado bravamente hasta que una fuerte entrada le rompió la pierna. Resistió hasta la lágrima y celebró con dolor. En su regreso a primera fue máximo goleador por vez primera (lo sería una segunda vez con la camiseta del Madrid) y se convirtió, por sus gustos personales y sus ideas globales, en un tipo sospechoso. Siempre bajo la vigilancia del régimen.

Todo estalló definitivamente, en aquel envite amistoso entre Suiza y España. En el descanso, con uno a dos a favor de los españoles, el general Gómez Zamalloa, delegado de deportes, bajó al vestuario y pidió salvar el orgullo patrio con "Cojones y españolía". Ante semejante solicitud, Pahiño no pudo hacer otra cosa que sonreír de manera sarcástica. Lecciones de moral las justas, debió pensar, y de usted menos aún. Pareció un gesto sin importancia, pero el general le tomó la matrícula y Pahiño estuvo un lustro sin volver a vestir de rojo. Sí vistió de blanco, posteriormente y, más tarde, de blanquiazul, formando una pareja letal con un incipiente futbolista, flacucho y tímido, que terminó siendo el primer y único balón de oro en la historia de España. Se llamaba Luis Suárez. El hueco que dejó en Madrid lo tomó Di Stéfano y huelga decir que, pese a los goles que dejó de marcar, el madridismo terminó por no echarle demasiado de menos. Sí se le recuerda en La Coruña, sin embargo, por un hecho puntual, más allá de los dos goles anotados en Chamartín que sirvieron para derrotar al Madrid en domicilio. Fue en el año cincuenta y cinco, el Dépor, organizador del torneo, jamás había ganado el Teresa Herrera, por entonces prestigioso campeonato veraniego en el que participaban los mejores equipos de España. En una final tremenda ante el Athletic de Bilbao, Pahiño enganchó una volea con su pierna derecha e hizo temblar la red de Carmelo en la prórroga. La copa de Hércules, por fin, era blanquiazul.

No es difícil aceptar, pues, que Pahiño se haya convertido, por derecho propio, en el único futbolista al que hayan idolotrado los dos grandes equipos gallegos sin caer en contradicciones ni acusar de deslealtades. Se marchó de Galicia para ganar la gloria y regresó cuando le atacó la morriña. En el concello de Navia, cerca de Vigo, donde nació y creció, hay un pequeño estadio de césped artificial que lleva su nombre, que mayor gloria que convertirse en inmortal. Murió siendo el futbolista con el segundo mejor promedio goleador de la historia de la liga y, a pesar de ello, no fue convocado para el mundial de 1950, en pleno esplendor de sus facultades. "Cojones y españolía", recordaba a menudo. Eso fue lo que les faltó a los mismos que le vetaron, cojones y españolía para discernir sobre lo deportivo y no sobre lo político. Hasta el propio diario Arriba, cabecera del régimen, después de aquella célebre pelea con Felipe en Sevilla, declaró en un artículo de opinión que "Qué se puede esperar de un tipo que lee a autores rusos como Tolstoi o Dostoievski". Don Emilio le había enseñado a pensar y él pensaba. Aquello era pecado. Era el bicho raro del balompié. Con todo, su cabeza rebelde y su corazón revolucionario, le otorgó la fuerza y energía para anotar doscientos diez goles en la primera división, siendo, a día de hoy, el noveno goleador histórico de la liga.

Se retiró cansado de luchar, contra los ideales y contra los defensas contrarios. Se retiró al cantábrico vasco y trabajó como armador de barcos al tiempo que vio a sus hijos crecer junto a una guitarra y un micrófono. El tipo que renunció a una ficha de doscientas setenta y cinco mil pesetas porque quería cambiar la norma se marchó sin arrepentirse de nada pero creyendo que podría haberlo cambiado todo. "Nací antes de tiempo", se lamentaba. Probablemente. Le sobraron los goles y le faltaron los títulos, por ellos, no perdía de su memoria aquella final de Copa disputada ante el Sevilla vistiendo la zamarra del Celta. Perdieron cuatro a uno y Bustos hizo el partido de su vida. "Me lo paró todo", recordaba una y otra vez. "Todo". Hubo muchos quienes quisieron pararle; directivos, defensas, entrenadores y generales; pero él siguió hacia adelante, con un libro de Hemingway bajo el brazo y las letras de los hombres libres en la cabeza. "Tienes que pensar", le había dicho don Emilio. "Siempre serás un bicho raro, pero los raros, en realidad, son ellos". Y así, entre bichos raros y recuerdos imborrables, se apagó la luz del hombre que fue acusado de rebelde y se reivindicó con goles y palabras. Y una media sonrisa irónica que le inmortalizó para siempre.

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