El resultado no es, sino el índice oportuno sobre el que se cimientan
 las bases del discurso. Nada vale
sin el aplomo del resultado; nada es 
creíble más allá de la verdad porque cuando el pitido final marca la 
línea de no retorno, son todos los aprendices del descabello los que 
tiran el estoque y proceden a sangrar a su víctima.
 En la última 
jugada del último partido, Lucas Vázquez tuvo un mano a mano clarísimo 
contra el portero del Celta. Que a nadie le quepa duda de que, si
 ese balón hubiese entrado, los profetas del desastre ahora estarían 
clamando por el clavo ardiendo y vendiendo titulares a costa de una 
remontada casi imposible. Porque la auténtica veracidad que ellos 
conocen es la que marca el resultado.
 Más allá de los tropiezos y los vaivenes, cabe reseñar que el Madrid se
 ha convertido, por momentos en un equipo partido en dos mitades desde 
las cuales cada uno parece haber olvidado su faceta a la hora del 
repliegue. Si algo distinguió al mejor Madrid de la década fue su 
voracidad competitiva y, sobre todo, su solidaridad en defensa. Perdida 
la fe en el compañero, quedan a expensas de lo que pueda aportar la 
calidad. El juego, en general no es tan desastroso como lo pintan los 
pregoneros de lo absurdo, pero basta ver al gran rival a cinco partidos 
de distancia para echarse las manos a la cabeza y retirar la mano de la 
espalda de Zidane. A estas alturas, tanto él como los suyos deberían 
saber que las sesiones de baño y masaje solamente se ofrecen cuando las 
circunstancias son positivas porque en las malas, hasta la rata más 
débil es capaz de saltar del barco.
Que el valor del resultado ofrece una manta de imperturbabilidad lo demuestra la impresionante racha del Barça más académico de los últimos años. Un equipo con menos dinamismo, menos mecanismos ofensivos y menos gusto por la reverberación pero que, sin embargo, a un ritmo de crucero y timoneados por el mejor jugador del mundo, han sido capaces, no sólo de ponerse en cabeza, sino de desquiciar a la servidumbre del equipo rival. A estas alturas, más allá de las consecuencias, ya casi no importan las causas, porque la clasificación dice que un equipo más compacto está dieciséis puntos por encima de un equipo más dinámico. Pero ahora a ver quién es el guapo que se pone a discutir eso. Todos sabemos, hasta el más nostálgico y más emprendedor de sueños, que más allá del idealismo vive la contundencia. Queremos gustar, claro, pero queremos ganar, por supuesto. Y contra el resultado no existe contraindicación. Otra cosa, mucho más triste, es que contra el resultado haya dejado de existir el análisis.
Que el valor del resultado ofrece una manta de imperturbabilidad lo demuestra la impresionante racha del Barça más académico de los últimos años. Un equipo con menos dinamismo, menos mecanismos ofensivos y menos gusto por la reverberación pero que, sin embargo, a un ritmo de crucero y timoneados por el mejor jugador del mundo, han sido capaces, no sólo de ponerse en cabeza, sino de desquiciar a la servidumbre del equipo rival. A estas alturas, más allá de las consecuencias, ya casi no importan las causas, porque la clasificación dice que un equipo más compacto está dieciséis puntos por encima de un equipo más dinámico. Pero ahora a ver quién es el guapo que se pone a discutir eso. Todos sabemos, hasta el más nostálgico y más emprendedor de sueños, que más allá del idealismo vive la contundencia. Queremos gustar, claro, pero queremos ganar, por supuesto. Y contra el resultado no existe contraindicación. Otra cosa, mucho más triste, es que contra el resultado haya dejado de existir el análisis.

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