jueves, 7 de octubre de 2021

Víctima de su miedo

Se espantaron los fantasmas, se acurrucaron los miedos, se generó una expectativa, se abrió una vía, se alcanzó una meta y se quiso creer en una promesa de cara al futuro. No hay mayor gloria que la que sobreviene a la victoria, no hay mayor profesor que la derrota y no hay mejor motivación que la seguridad de saberse en posición de privilegio de cara a futuros retos. Uno levanta una Copa América después de una vida de lucha y siente tal liberación que sabe que, a partir de ahora, los críticos serán más envidiosos y los envidiosos serán más vulnerables.

El miedo es el botón que impulsa el resorte de nuestras precauciones. Es la barrera que nos impide levantar la cabeza y apretar los puños. Tenemos miedo a fallar, al que dirán, a no ser lo que se espera de nosotros, a caer en el precipicio del ridículo cuando el auténtico ridículo reside en la falta de intención antes que en el error justificado.

A Messi le perseguía un fantasma. En Barcelona encontró rápido el respaldo y el espacio y, cuando jugaba con confianza, era una arma de destrucción masiva. Capaz de desbordar en el centro con un pase magistral, en banda con un regate sideral o en el área con un remate imposible, su catálogo de recursos era tan extenso que le llegaron a bautizar, de manera justa, como el mejor jugador del mundo. No sólo era el mejor en todas la posiciones del juego, también era el más decisivo.

Con un repertorio tan extenso y unas condiciones tan privilegiadas ¿Qué le impedía triunfar como estrella en la selección argentina? Hubo quienes culparon al sistema, otros lo hicieron con los compañeros y algunos más, lo hicieron con el entrenador de turno. Pero no es menos cierto que cada seleccionador argentino intentó hacer una clonación del sistema del Barcelona con tal de que Messi se sintiera en su jardín ¿Y los compañeros? Es posible que estos no fuesen tan excelsos como aquellos que tuvo en Barcelona, pero, en su club, Lío siempre se supo adaptar a las distintas circunstancias; se afianzó como punta de lanza en el exquisito Barça de Guardiola, se convirtió en hombre orquesta en el vertiginoso Barça de Luis Enrique, convirtió en rey de España al Barça de Valverde e intentó tapar todas las vergüenzas del Barça crepuscular hundido por Bartomeu.

El problema, entonces, era de cabeza. No podíamos deducir otra cosa. Messi, vestido de albiceleste, partía con un fantasma agarrado a su espalda en cada cabalgada. Desde su nacimiento como estrella, todo futbolista argentino se ha visto sometido a una injusta comparación con Maradona. Sin tener en cuenta que las condiciones, tanta físicas como técnicas, de cada uno eran diferentes, Messi se vio obligado a demostrar en cada partido con Argentina el doble de lo que ofrecía con el Barcelona. La lupa, siempre situada sobre su cabeza, le examinó cada pase, cada regate, cada gol, y en todas las comparaciones salía perdiendo. Porque uno había ganado un mundial y el otro no había sido capaz de embocar una pelota cruzada en aquel último partido contra Alemania. Porque el aficionado ya tenía sus prejuicios y porque a un Dios no se le puede bajar de su lugar en el cielo.

Sin capacidad cognoscitiva para asumir el reto, Messi se fue empequeñeciendo en cada cita importante con su selección. Él vivía de los detalles y nosotros vivíamos de la expectativa. El exorcismo sólo era capaz de generarse en su cabeza y el convencimiento sólo podía llegar por la vía de la creencia. Él era Messi y los demás no. Un jugador fabuloso, un talento irrepetible ¿Por qué no era capaz de asumirlo? Ningún equipo gana por inercia y ningún trofeo cae por su propio peso. Brasil tardó veinticuatro años en volver a ser campeón del mundo tras la marcha de Pelé. Los fantasmas, cuanto más grandes, son más costosos de espantar. Para hacerlo, hacía falta decisión y coraje. Messi tenía el fútbol, sólo tenía que dar un paso más.

Bastó un verano donde ya no importaba nada, un mes donde la preocupación estaba en otro lugar, un torneo donde sentirse arropado y un partido donde fluían los pases, para sentirse por fin agusto y sentirse, por fin, líder. Cuando ya nadie lo esperaba, cuando las dudas habían dado paso a la desilusión, cuando jugar era más inercia que compromiso, Argentina terminó levantando la Copa y Messi terminó levantándose a sí mismo. Sin presión, el juego es un fluído que se distribuye por el mecanismo. Sin miedo, cualquier afrenta es posible porque mirarle a los ojos al destino no es sólo cuestión de valentía sino cuestión de sentirse en paz. En el crepúsculo de su carrera, Messi mira a los ojos de generaciones anteriores y les dice a las venideras que el trono tiene su nombre y que el vacío existencial se vence con fútbol, pero sobre todo, se vence si miedo.

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