miércoles, 22 de junio de 2022

Denominación de origen

Como vasos comunicantes, los dos grandes del fútbol argentino se retroalimentan al tiempo que se contradicen y fraguan una rivalidad ancestral que obliga al esfuerzo, la competitividad y el amor propio, algo de lo que se ha alimentado históricamente la selección argentina, obteniendo resultados dispares, pero siempre previamente ilusionantes, sabiendo que tipos de raza pétrea y corazón indomable, defenderán la albiceleste en su viaje hacia el cielo.

Dicen que Boca es la mitad más uno y quizá ese uno que se le resta sobrevuela, cual espíritu irrefrenable, sobre el césped del estadio de Núñez donde una monumental estructura espera, a rebosar, el nacimiento del último talento en cuyos pies sobrevivirán sus esperanzas y en cuya cabeza vivirán los goles más memorables.

A Roberto Cerro le italianizaron el apellido para llamarle Cherro y convertirle en inmortal. Criado en Sportivo Barracas y modulado en Ferrocarril Oeste, Cherro llegó a Boca para iniciar un legado de victorias que aún no ha cesado casi un siglo más tarde. Con él como goleador, los xeneizes ganaron sus primeros títulos y con él como goleador, Argentina rozó la gloria en dos ocasiones viéndose frenada por la gran Uruguay de los años veinte. Apodado "Cabecita de oro", Cherro fue un malabarista del gol que vistió en dieciséis ocasiones la camiseta nacional argentina en los que anotó trece goles.

La de Benjamín Delgado podría haber sido la historia de un futbolista efímero que hizo una memorable Copa América en 1929 y formó un buen cuarteto de ataque durante un par de año junto a Cherro, Tarascone y Evaristo, en Boca, ganando un par de títulos. Anotó tres goles con Argentina, los tres en aquel torneo celebrado en Perú y poco a poco fue desapareciendo de las alineaciones hasta que, siendo un veterano futbolista de Tigre, sufrió un ataque de celos que le llevó a la cárcel. Cuando su esposa, Josefa Sacagna, le dijo que le abandonaba, la mató de un disparo en la cabeza y él acabó en el infierno que suponía para los hombres la indómita prisión de Ushuaia. Tras siete años de encierro, Perón clausuró el penal y Delgado recibió el indulto. Podría haber vivido en paz, pero cinco años más tarde se enteró de que su nueva esposa, Teófila Balsamo, le engañaba con el porteador Jenaro Tenara. La cabeza le volvió a colapsar; cargó de nuevo la pistola, disparó y mató a Tenara y de Delgado nada más se supo, engrosando las filas de desaparecidos en las prisiones argentinas de los años de plomo.

Mario Evaristo fue el gran socio de Roberto Cherro en la delantera de Boca Juniors. Allí obtuvo sus mayores éxitos durante las cinco temporadas en las que se apropió del costado izquierdo del ataque y se ganó el derecho a vestir la camiseta de la selección argentina. Jugó el mundial de 1930 y fue subcampeón anotando un gol. Jugó la Copa América de 1929 y fue campeón anotando dos goles. No marcó más goles como internacional, pero fueron suficientes para marcar una estela y dejar un recuerdo. El recuerdo de un jugador hábil y rápido que enviaba caramelos al área para que sus delanteros fueran felices.

El Nolo Ferreira es uno de los futbolistas más importantes en la historia de Estudiantes de la Plata. Como pincharrata hizo goles, ganó trofeos y dibujó una leyenda. Leyenda que se acrecentó cuando, tan sólo un año después de fichar por River, suplicó regresar a casa para retirarse con honores. Jugador de carácter y goleador fiable, anotó once goles en veintiún partido con Argentina y portó el brazalete de capitán en los Juegos Olímpicos de Amsterdam y el mundial de Uruguay.

Francisco Varallo, Pancho para los aficionados, fue otro ilustre jugador platense que hizo historia vistiendo la casaca de la selección argentina. Adorado en La Boca, Varallo jugó seis años vistiendo la camiseta azul y oro en los que ganó cuatro títulos. Jugador completo y muy listo, empezó como centrocampista para terminar como un delantero total. Hasta la llegada de Martín Palermo, ostentaba el récord de goles en Boca desde la creación del profesionalismo. Con Argentina jugó dieciséis partidos, siendo el componente más joven del equipo subcampeón del mundo de 1930, y anotó seis goles. Veloz, invisible para los defensores y gran definidor, su nombre está escrito en mayúsculas dentro del club xeneize.

Bernabé Ferreyra no jugó mucho con Argentina a pesar de ser el único futbolista de la historia de River Plate con más goles que partidos disputados. Probablemente es el primera gran jugador de la historia del bandasangre y, según cuentan las crónicas, el jugador de la historia que más fuerte le ha pegado a la pelota. Apodado "El Mortero de Rufino", la gente llenaba los estadios para verle patear la pelota. Toda esa energía se le terminaba cuando salía del campo y se volvía el chico más tímido del mundo. Desmayó a porteros, hizo grande a River y forjó un sobrenombre para River que le acompañará hasta la eternidad; y es que los treinta y cinco mi pesos abonados a Tigre por su pase les hizo creer al mundo que aquel era un club de Millonarios.

Carlos Peucelle era el ídolo incomprendido. Desde su lugar en el costado derecho del ataque, recibía alabanzas y reproches por doquier porque era artista y riesgo al mismo tiempo. Le llamaban Barullo por su insistencia en regodearse en el regate. Era hábil y bueno, pero no era un ganador. River jugaba a su ritmo pero no ganaba, por ello, la llegada de Ferreyra alivió su fútbol y engrosó su palmarés. De repente tenía un compañero para finalizar sus jugadas. Jugó diez años en River Plate y otros tantos en la selección argentina con quien subcampeonó en el treinta y con quien campeonó en el veintinueve y el treinta y siete. En aquel mundial de Uruguay hizo un gol en la final y dos en semifinales, a sumar a los otros once que hizo como internacional y a los muchos que hizo como futbolista incombustible.

José Manuel Moreno era bohemio y soñador, a veces truhán y a veces señor, amaba la vida y amaba el amor; dueño de su destino de día y dueño del destino del mundo cada noche de club y orquesta. Agarrado a una botella deliraba sus sueños y agarrado a la pelota hacía soñar al mundo. Probablemente sea el mejor jugador de la historia de River Plate; un todocampista que hacía diabluras, ponía en pie a la platea y caminaba con aires de artista. Y es que, realmente, fue un artista. Campeón de liga en cuatro países y de América en dos ocasiones con su selección, dio el relevo en el cuarenta y siete cuando levantó la Copa e hizo sociedad con un joven futbolista rubio que se apellidaba Di Stéfano.

La Máquina de River estaba engrasada por Pedernera, tenía el brillo de Moreno y funcionaba gracias a los goles de Ángel Labruna; goleador de escorzos, hombre de área, oportunista incesante y perforador de redes. Es el máximo goleador en la historia de River Plate, con trescientos diecisiete goles y el máximo goleador en la historia de los superclásicos con dieciséis. Diecisiete anotó con Argentina, con quien ganó las Copas América del cuarenta y seis y el cincuenta y cinco, una época en la que ser goleador en Argentina se pagaba con fuerte competencia, sólo que Labruna sólo entendía de competir consigo mismo.

Alfredo Di Stéfano apenas jugó como internacional argentino, pero en seis partidos hizo seis goles y ganó un campeonato sudamericano. Después vino su triunfo en River, la huelga de futbolistas, su marcha a Colombia y su aterrizaje en Madrid para convertirse en el mejor futbolista del planeta. Primero fue saeta por su velocidad y después hombre orquesta por su polivalencia. Que tres de los cinco mejores futbolistas de siempre sean argentinos habla claro sobre un pais donde el fútbol es una religión, la pelota un cáliz y el juego un evangelio.

A José Borello le llamaban Pepino y le alababan por sus goles. Formado en el modesto Olimpo de las divisiones inferiores, pasó fugazmente por Estudiantes de La Plata antes de recabar en Boca y convertirse en ídolo. Con la franjaoro ganó el campeonato del cincuenta y cuatro y con la selección argentina la Copa América del cincuenta y cinco. No marcó muchos goles como internacional, pero hizo muchos como bostero. Famoso por sus cabezazos y sus disparos lejanos, se convirtió en el temor de los porteros durante el lustro que duró su apogeo.

La carrera de Angelillo en el fútbol argentino fue tan fugaz como asombrosa. En 1952 jugaba en Arsenal Lavallol y cinco años más tarde era un ídolo en el fútbol italiano. Allí, en Italia, forjó una carrera llena de goles y grandes momentos, igual que lo había hecho en el verano en el que viajó a Europa, siendo la punta de lanza de una delantera asombrosa e inolvidable apodada Los Carasucias. Angelillo jugó efímeramente en Racing y en Boca, vistió trece veces la albiceleste, hizo doce goles y levantó la Copa América en el verano en el que Los Carasucias se convirtieron en un equipo memorable.

Omar Sívori fue Maradona antes que Diego. Por placer era capaz de regatear a su sombra y por entusiasmo era capaz de regatear a una defensa entera. Virtuoso y artista, se convirtió en ídolo de la Juve cuando ya lo había sido de River. Uno de los mejores futbolistas de la historia, balón de oro y ganador de la gloria memorística. Marcó nueve goles con Argentina y regaló muchos más como profesional, porque lo suyo, más que el gol, era el arte, el juego, la prestidigitacion. En el cincuenta y siete lideró a los Carasucias. Aquel verano no sólo ganó la Copa América sino un billete hacia la inmortalidad.

Al Beto Menéndez le tocó en suerte bailar con la más fea y es que suya fue la responsabilidad de ocupar el puesto de Ángel Labruna cuando el gran goleador se marchó de River. Aprovechando la inercia competitiva, River siguió ganando y así se hizo con los títulos del cincuenta y cinco, cincuenta y seis y cincuenta y siete. De esta manera, sólo era cuestión de tiempo que El Beto se hiciese un hueco en la selección argentina. Vistió catorce veces la albiceleste y anotó cuatro goles. Versátil y listo, servía como complemento en cualquier delantera, por ello, cuando River lo traspasó a Huracán, Boca anduvo listo y se hizo con sus servicios. Con ellos ganó otros tres títulos, consiguiendo ser el único futbolista de la historia en campeonar tres veces con los dos equipos más importantes de Argentina.

A Martín Pando le apodaron La Radio porque no cesaba de hablar durante los partidos. Hartos de él, los defensores solían despacharle con una patada y los compañeros con una carcajada. Un excelente armador de ataque que jugó dos años en River y formó parte del plantel que Argentina presentó en el Mundial de Chile. Nunca olvidaría su debut con la bandasangre; fue un partido contra el Santos de Pelé y anotó el gol de la victoria. Sucesos así no le ocurren a muchos futbolistas. Momentos así no le ocurren a muchas personas.

Marcelo Pagani tuvo un gesto que le convirtió en impopular en Núñez, pero le alzó hacia los altares en Rosario. Hincha de Central desde pequeñito, dejó a los canallas durante unos meses para jugar con River Plate, sin embargo, cuando llegó el día de enfrentarse a Rosario Central, dijo que nones, que contra su equipo no jugaba. Fue despedido y recibido con vítores como un hijo pródigo en su tierra. Fue seis veces internacional y formó parte del plantel Argentino en el Mundial celebrado en Chile en 1962.

Roberto Héctor Zárate jugó diecisiete años en Primera repartidos entre River y Banfield. Con la bandasangre fue un delantero exitoso, apodado El Mono por su habilidad, que ganó cinco títulos seguidos entre el cincuenta y cinco y el cincuenta y nueve. Fue catorce veces internacional en una selección argentina intergeneracional con la que anotó cinco goles y no ganó ningún título.

Pinino Más fue un trotamundos en el final de su carrera porque en el comienzo se comió toda la gloria con River. Anotó más de doscientos goles con los Millonarios y se ganó el corazón de medio país. Titular con la selección argentina en el mundial de Inglaterra, clamó junto a Rattin el asalto del señor Kreitlein. Probó suerte en el Real Madrid, pero sus locuras sólo eran comprendidas en Argentina. Volvió a Núñez y buscó su lugar en el mundo hasta que un gol con Quilmes le sumió en la tristeza. Fue el día que le marcó un golazo a Fillol y, mientras él lloraba, veía como toda la afición de River Plate aplaudía, por primera vez en la historia, un gol en contra de su equipo.

Cuando Luis Artime nació, el médico le dijo a su madre "Ha tenido usted un goleador". Y es que el lugar de residencia de Artime era el área y su mejor baza era la intuición. Siempre estaba en el lugar idóneo en el momento preciso. Hizo muchos goles, algunos para River, otros para Independiente y los más importantes para Nacional de Montevideo dónde hay se le adora como al Dios pagano que es. Con Argentina jugó veinticinco partidos y anotó veinticuatro goles, tres de ellos en el Mundial del sesenta y seis, estableciendo una media goleadora de las más altas en la historia de la selección argentina.

Argentina tuvo que esperar muchos años y quemar muchas generaciones hasta que consiguió proclamarse campeón del mundo. Cuando lo hizo, su centrodelantero era el nueve de River Plate, Leopoldo Luque. Un tipo hosco, pero muy eficaz, que estuvo a punto dejar el fútbol cuando Unión de Santa Fe le cortó con veintitrés años de edad. Pero todo aquel que tiene fe y sabe reinventarse suele contar con una segunda oportunidad. Luque regresó a Santa Fe, viajó a Buenos Aires y se convirtió en ídolo. Formó pareja con Kempes en aquel mundial de Argentina en cuyo transcurso perdió a su hermano y se obligó a ganar por y para él. Por ello, aquellos últimos abrazos contenían alegría, tristeza y una pizca de rabia. Los hombres como Luque siempre se vieron obligados a luchar por una pulgada más de terreno.

Ya hemos citado a Kempes al hablar de Luque y no se puede dejar pasar a un tipo que no sólo vistió y campeonó con la camiseta de River, sino que también fue el máximo goleador y mejor jugador del Mundial que Argentina ganó en su país en 1978. A Kempes lo llamaban El Matador porque no tenía piedad ni dentro ni cerca del área. Su disparo era terrorífico, su potencia era insalvable y sus remates eran certeros. En Valencia le adoran como a un Dios y en Argentina se le tiene un respeto casi bíblico. Ídolo en Rosario, este Cordobés de pelo largo y piel morena nació para ser grande e hizo aún más grande al país que siempre soñó por encima de su mirada.

Dios jugó en Boca e hizo sus mayores milagros con Argentina. A estas alturas Maradona ni necesita presentación ni epítomes porque de él ya se ha dicho todo. Fue el mejor de siempre, el más talentoso, el más imaginativo, el más carismático. Ganó el Mundial y levantó a un país de sus asientos. Argentina es Maradona desde entones y el listón se ha llevado por delante tantas promesas que hasta Messi hubo de llorar en su recuerdo buscando un momento de compresión.

Todo mago necesita un conejo en su chistera. Caniggia fue pájaro fugaz, truco o trato, picotazo certero y carrera ganada a la defensa. En su haber está aquel mundial de Italia donde el mundo conoció su melena al viento y su sociedad con el Diego. Jugó en River por méritos y en Boca por petición popular. Hizo goles, carrera y fortuna y cuando parecía en la cima, igual que su Dios y amigo, conoció el infierno y cayó en la cueva de la que sólo salió gracias al recuerdo.

Batistuta fue un goleador descomunal. Batigol para los aficionados, goleó en Boca en sus inicios y goleó en Florencia durante el grueso de su carrera. Ganó su scudetto en Roma y ganó dos Copas América en los noventa, marcando un punto de inflexión imposible de superar hasta que Di María le marcó a Brasil el verano pasado y le quitó una losa de encima a Messi y a toda Argentina. Con la albiceleste anotó en cincuenta y seis ocasiones, estableciendo una marca sólo superada por Lío y dejando el recuerdo de un tipo que, cuando encaraba el área ya celebraba el gol en su cabeza porque en su seguridad residía su eficacia.

Ramón Medina Bello dudó entre ser portero y delantero y terminó siendo goleador en River donde hizo casi sesenta goles. Como uno de esos tipos discretos cuyo nombre nunca suena en las grandes quinielas, supo hacer del trabajo en equipo su seña de identidad y se coló, por méritos propios, en las listas de convocados de los equipos argentinos campeones de América en el noventa y uno y el noventa y tres. También estuvo en el Mundial de Estados Unidos donde, desde una posición testimonial, fue testigo de cómo, con la caída de Diego, se caía todo el castillo de naipes.

Abel Eduardo Balbo formó, durante algunos años, la doble B en la delantera de Argentina junto a Gabriel Omar Batistuta. Tal honor lo consiguió por ser un oficiante del gol, un tipo cargado de amor propio que creía en sus posibilidades y sabía estar siempre en el lugar correcto. La rompió en Newell's, utilizó el trampolín de River y saltó a Europa para consagrarse en Udine primero y convertirse en ídolo en Roma después. No ganó nada con Argentina puesto que, tras Bilardo, Basile no contó con él para las Copas Américas de Chile y Ecuador, pero regresó al equipo con Bielsa y fue muy importante en el repechaje contra Australia en el noventa y tres después de haber sido humillados por Colombia. Regresó a River para decir y adiós y dejar el recuerdo de un tipo bravo y formidable.

Marcelo Gallardo era muñequito en la cancha y mago en la memoria de los aficionados de River. Aún continúa en Núñez, haciendo milagros desde el banquillo y evocando tiempos en los que el diez era suyo y los goles eran de otros, pero siempre fabricados desde de maravillo pie derecho. Probó en Franci y lo hizo bien, pero un hilo conductor lo unió para siempre a River a pesar de convertirse en ídolo tardío al otro lado del Río de la Plata. Sigue campeonando y sigue recordando. Con Argentina disputó dos mundiales y anotó catorce goles. Una buena cifra para alguien que no era goleador por intuición sino por mera imposición del talento.

La Copa Libertadores de 1996 ganada por River tiene en letras de oro el nombre de Hernán Crespo. Valdanito para los entendidos y Herángol para los súbditos, anotó los dos goles que remontaban el uno a cero del partido de ida ante América de Cali. Y es que el oficio de Crespo durante toda su carrera fue la de anotar goles uno detrás de otro. Heredero del nueve de la albiceleste legado por Batistuta, Crespo supo compartir delantera con Batigol antes de convertirse en referencia y esperanza. Aquella Argentina ya era presa de las urgencias y no supo dar el paso victorioso que se le presuponía. Aún así, en Italia se le sigue recordando como un tipo implacable en el área y estiloso fuera de ella. Un delantero eficaz que sabía jugar la pelota y depositar, con elegancia, el balón dentro de la red.

Martín Palermo fue el loco más querido en la historia de La Bombonera. A pesar de probar suerte en Villarreal y Alavés, un hilo rojo, casi transparente, lo ataba por siempre a Boca Juniors, donde ganó respeto, gloria y muchos títulos. Hombre récord, supo hacer de la extravagancia su mundo y del gol su forma de comportarse. Todo valía, incluso pegarle mal a la pelota porque siempre terminaba dentro del arco. Maradona, como técnico, confió en él para llegar a Sudáfrica y el Loco hizo los goles necesarios para poner al país de pie y al Diego de brazos abiertos en rueda de prensa. Se retiró colmado de honores, de títulos y de recuerdos. Nada fue igual en Boca desde que Román y el Loco se marcharon para siempre dejando el aroma de un recuerdo imperecedero.

El conejo saltarín driblaba rivales, se entendía con Aimar y Ángel e ilusionó a la mitad menos uno de Argentina haciendo goles de oportunista. Javier Saviola fue esperanza frustrada en Barcelona y trotamundos que terminó en Madrid cumpliendo con su oficio y dejando atrás las promesas de su amanecer. No fue un mal futbolista, pero le pesó la etiqueta de su precio y las esperanzas depositadas. Fue internacional en cuarenta y tres ocasiones en las que anotó doce goles. Una cifra respetable para una selección de entreguerras que se frustró buscando un lugar que tardó tiempo en encontrar.

A Gonzalo Higuaín siempre le persiguió un estigma: fallar las ocasiones más claras en los momentos más trascendentales. Pasará la historia por algo injusto puesto que para fallar hay que jugar y para tenerla hay que saber situarse y el Pipa siempre fue listo en el área y certero en el gol. Hizo goles en River, en Madrid, en Nápoles y en Turín. Un jornalero del gol que tuvo la gloria a dos centímetros del poste y se topó con una realidad que lo condenó de por vida.

Cien años de historia, miles de goles en la memoria y muchos momentos de gloria. Argentina sobrevive gracias al fútbol y se materializa en sus goles. Muchos de ellos llegaron desde todos los rincones del país, pero hay que recordar que dos equipos se juegan la supremacía y en sus carnes se fraguaron tipos que hicieron carrera y escribieron líneas de enciclopedia. Claro que hay vida más allá de Boca y River; jugadores como Seoane, Corbatta, Sanfilippo, Houseman, Di María o incluso Messi, así lo atestiguan, pero sería de necios no reconocer la importancia capital de los dos gigantes en la evolución de la selección argentina, porque sus camisetas las vistieron los más grandes y las honraron los más importantes. Porque de sus inferiores nacieron las sonrisas más importantes y en sus camisetas diseñaron los gritos más certeros a la hora de despertar a un país de un letargo y a una nación de un sueño.

No hay comentarios: