Las colecciones
de cromos eran más que un entretenimiento. Durante los años que nos duró la infancia eran el camino más corto hacia las nuevas amistades. Uno bajaba a la
calle, con su taco de cromos repes, y regresaba a casa con cincuenta cromos
menos pero con un fichaje y un amigo más. El fichaje iba directo al álbum, el
amigo iba directo al corazón.
Así fue como conocí a Sergio en el
verano de 1991. Yo ya tenía catorce años y no volví a juntar un álbum en la
vida a pesar de que él continuó completando sus colecciones hasta 1994. Gracias
a él rellené mi último álbum casi al completo. Tan sólo me faltó el cromo de
Ronald Koeman. Caprichos del destino, pasaba por ser mi jugador favorito y su
número, el cuatro, decoraba la espalda de la réplica de la camiseta del Barça
que mi padre me había regalado para mi decimotercer cumpleaños.
Conservé aquella zamarra hasta que,
con veintiocho, dejé el hogar familiar y acabó perdida en una mudanza casi
interminable. Aún creo que mi madre la tiene guardada en el fondo de uno de sus
cajones como muestra viviente de que la infancia de su hijo aún no salió por la
puerta de la calle. Lo cierto es que anoté muchos goles en el descampado del
barrio con aquella camiseta de Koeman que dejé de ponerme cuando los años y los
kilos se fueron añadiendo a mi currículum personal.
Uno de los goles que más ensayé fue
aquel zapatazo contra la Sampdoria el veinte de mayo de 1992. Nos jugábamos
mucho; más allá del prestigio estaba la historia, la leyenda negra, el
pesimismo, ese fatalismo que perseguía al Barça desde aquel día, también de
mayo, en el que hasta cuatro balones se había estrellado en los postes de la
portería del Benfica. La gente, que desde que Duckadam parase cuatro penaltis
en la final de 1986, estaba convencida de que el Barça jamás ganaría la Copa de
Europa, se echó a la calle para echarse, además, las manos a la cabeza. Sergio
me llamó nada más terminar el partido y descolgué el teléfono mientras veía
como Alexanco levantaba la orejona y mis ojos se vestían de la misma incredulidad
que mostraban el resto de aficionados del Barça repartidos por España.
Más allá de cromos, fui guardando
fotos que me fui encontrando en revistas y periódicos a lo largo de mi vida.
Aquella parada de González a Djukic cuatro días antes de que el Milan nos
mandase a la ruina, la cabalgada de Ronaldo entre dos defensores del Valencia,
la chilena de Rivaldo de espaldas a Cañizares o el regate de Ronaldinho ante
Sergio Ramos segundos antes de poner en pie al Santiago Bernabéu.
Cuando el Barcelona reencontró el
estilo, el éxito y la Copa de Europa, comencé a vibrar con los éxitos de la
selección española. Apuntándome a caballo ganador, me enamoré del estilo de
Luis y de la concepción de continuismo calmado que impuso Del Bosque. Allí
estaban Xavi e Iniesta para dar continuidad al baile que ya se afrontaba en
clave de discurso con denominación de origen en La Masía. Y, aunque había otros
tipos, también muy buenos, que complementaban a la perfección ese tiki taka que
se hizo famoso en el mundo entero, todos sabíamos quién era el verdadero eje de
un equipo que empezó a ganarlo todo en Viena y se presentaba en Sudáfrica con
esa vitola de favorito que tan mal le había sentado en anteriores ocasiones.
Un mes antes de comenzar el mundial,
a mediados de mayo, llegó a mis manos un álbum de Panini que Sergio había
comparado en el viejo quiosco que había en la esquina de su calle.
-
Para rememorar viejos tiempos.
Le miré con cara de nosotros ya somos viejos para estas cosas, pero
comprobé tal ilusión en su mirada y recordé aquellos buenos tiempos en los que
bajábamos a los bancos con un taco de cromos en la mano que me dije “Por qué
no”.
-
Porqué no.
Así que nos presentamos en una de las plazas del pueblo vecino, justo al
lado de donde ponían el mercadillo, porque nos decían que había tipos que, como
nosotros, coleccionaban álbumes y se reunían para intercambiarse cromos entre
sí. Habíamos gastado un dinero en sobres que nos habíamos quitado de cervezas y
otros vicios de sábado por la noche. Nos sentíamos dos frikis en busca de una
infancia perdida y nos quedamos de piedra cuando descubrimos que allí había más
de treinta tipos buscándose entre ellos y con un taco de cromo entre las manos.
Nos faltaban seis para terminar la
colección. N’Kufo de Suiza, Villa, Puyol e Iniesta de España, Robben de Holanda
y Cardozo de Paraguay. Ninguno de ellos lo encontramos aquella mañana de
mercadillo y plaza bajo el sol del incipiente verano. Intercambiamos algún
teléfono y adquirimos, a la vuelta, otra media docena de sobres donde descubrimos,
para nuestra frustración, que el verdadero negocio residía en los cromos
repetidos.
Para cuando empezó el mundial, el
hueco de aquellos cinco cromos seguían empobreciendo el aspecto de un álbum que
daba la apariencia de estar repleto. Observábamos de manera satisfactoria como
los grandes talentos del fútbol mundial se reunían, uno a uno, en una foto de
carnet mientras posaban con la camiseta de su selección. Messi en Argentina,
Cristiano Ronaldo en Portugal, Kaká en Brasil, Ribery en Francia o Müller en
Alemania. Todos con ganas de comerse el mundo a base de goles y todos mirando
de reojo la capacidad de adaptación de una selección española que, por una vez
de verdad, llegaba a la cita con el cartel de máxima favorita.
Andábamos tan ilusionados con
aquella posibilidad real de terminar viendo, por fin, a nuestra selección
levantando la copa dorada que simbolizaba el dominio sobre el resto de
selecciones del planeta, que apenas fuimos capaces de digerir aquella primera
derrota el día dieciséis de junio.
Se había parado el país. Miércoles a
las cuatro de la tarde. Bares llenos, oficinas vacías. Carreteras sin coches,
televisores encendidos. Y un maldito gol de rechace nos había devuelto a todos
a la realidad. “Ningún equipo que ha perdido el primer partido ha terminado
ganando el mundial”, decían las webs deportivas. Para qué seguir soñando.
Aquello iba a ser, una vez más, la misma decepción de siempre.
El día siguiente a aquella derrota
compramos media docena de sobres en la vieja tienda de frutos secos del barrio.
De los treinta y seis cromos que descubrimos, treinta y cinco eran repetidos y
uno era nuevo. Era N’Kufo, de Suiza, el mismo tipo que, un día antes nos había
mandado al pozo de la desilusión. Maldita casualidad. Nos miramos con
resignación y una pizca de satisfacción bien reencontrada. Al menos ya nos
quedaban cinco.
El mundial transcurrió en los cauces
que nuestro deseo había pronosticado con anterioridad. Tras el tropiezo contra
Suiza llegaron dos victorias ante Honduras y Chile, ambas con goles de Villa e
Iniesta y predecesoras de un sufrimiento extremo que parecía querer abotargar
las piernas de nuestros futbolistas.
La colección de cromos, por su
parte, no seguía la misma rutina victoriosa a la que se había abonado nuestra
selección. Comprábamos sobres, algunos días casi de manera compulsiva y no
obteníamos el premio de conseguir a algunos de los que nos faltaban. España
estaba en octavos y a nosotros nos seguían faltando cinco cromos para completar
el álbum.
El partido frente a Portugal fue un
suplicio de sesenta minutos hasta que Villa hizo el gol. A partir de ahí hubo
control y espera, algún arrebato aislado y, sobre todo, la sensación de que
teníamos al mejor centro del campo del mundo. Allí, en nuestro preciado álbum
de cromos, sobresalían el hueco dejado por el cromo de Iniesta entre las fotos
de Xavi, Xabi, Busquets, Cesc y Javi Martínez. Había que seguir remando, había
que seguir comprando. Había que seguir soñando.
El día antes del enfrentamiento
contra Paraguay, conseguimos, mediante intercambio, el cromo de Óscar Cardozo.
Mira, Sergio, ya sólo nos faltan cuatro. Y Sergio me miraba con cara de ilusión
porque sabía que, de alguna manera, había vuelto a conseguir que mis ojos
recuperasen el brillo. Hastiado por la vida y por los fracasos amorosos, me
había refugiado en los éxitos de mi equipo de fútbol mientras esperaba que algo
volviese a llenar mis pensamientos en los días de asueto y volviese a hacerme
sentir vivo. Pensé que lo haría el mundial, lo que nunca imaginé es que lo hiciese,
sobre todo, una mera colección de estampas de futbolistas.
Pegamos en su lugar la foto de
Cardozo, sonriente, mostrando dos hileras de dientes alineados, en un gesto
forzado de un tipo que parecía estar pensando en el gol antes que en la foto.
Le rogamos, por activa y por pasiva, que no nos la liase y casi nos da un
infarto cuando le vimos delante de la pelota, afrontando un lanzamiento de
penalti frente a Iker Casillas en el minuto cincuenta y nueve. Los partidos de
España eran así; una hora de sufrimiento hasta poder encontrar oro y media hora
de disfrute desde que las hadas nos tocaban con la varita mágica.
Si había un futbolista tocado por
las hadas dentro de la selección española ese era Iker Casillas. Apodado el
santo por su costumbre para ejecutar milagros en los momentos más cruciales,
miró de reojo a su amigo Reina para encontrar un resquicio de fiabilidad de sus
gestos y se lanzó hacia el lugar que su amigo le había indicado. Casillas paró
el penalti y Cardozo quedó hundido, manos en la cabeza y gesto melancólico,
mientras los jugadores españoles se abrazaban en el área y nosotros nos
abrazábamos sobre un viejo sofá de escay.
Miramos el cromo de Cardozo, tan
sonriente, tan confiado, y le dedicamos una peineta con todo el mal gusto que
caracteriza a los forofos en estado de excitación.
-
Ahora ya no te ríes tanto ¿Eh?
Y Cardozo nos miraba, desde su posición en el álbum, sin cambiar el
gesto, sin mover un ápice los labios para borrar su sonrisa y con una mirada
desconfiada, quizá algo cabreada, como queriéndonos mandar a tomar por culo. Al
mismo lugar que deseábamos que se marchase su equipo, y, aunque Xabi Alonso
marcó un penalti que hubo de repetir y volver a lanzar para dejar que el
portero paraguayo también tuviese su minuto de gloria, el pescado de la
clasificación estaba vendido desde que Casillas había detenido el ímpetu de
Cardozo y España se había encontrado, casi sin pensarlo, con una vida extra con
la que no contaba después de sesenta minutos de agonía.
Cuando Iniesta condujo el balón
desde la línea de tres cuartos, sentimos el gusanillo de quien sabe que aquella
puede ser la definitiva. La pelota terminó en pies de Villa quien, con el
suspense que supone que la pelota vaya de palo a palo antes de entrar en la
portería, nos regaló un momento de éxtasis inolvidable. Habíamos jugado muchas
veces los cuartos de final, pero jamás habíamos visto a nuestra selección
superar esa barrera. Ya era hora, joder. Viva Villa, quisimos exclamar mientras
elevábamos su imagen a los altares de nuestra imaginación, pero su lugar en el
álbum seguía vacío y no pudimos venerar su imagen por lo que tuvimos que
decirle bien alto, esperando que el eco de nuestras voces traspasasen cien
fronteras, Viva la madre que te parió.
Era la primera vez que, cualquier generación
de españoles, veía a su selección en semifinales de un campeonato del mundo.
Era la primera vez, esta vez de verdad, que los españoles tenían la seria
sensación de creerse favoritos a alcanzar la cima. No iba a ser fácil, nada lo
es. Esperaba Alemania en semifinales y a nosotros nos esperaban cuatro sobres
sin abrir que había comprado Sergio el lunes por la mañana, después de la
victoria, la locura y la resaca.
Entre los cromos descubiertos estaba
el de David Villa. Oh, goleador, mi goleador. Allí le teníamos, cuatro goles en
el mundial como cuatro soles, que habían servido para llevarnos a octavos, a
cuartos y a semifinal, su mirada desafiante y el rostro serio con esa perilla
de mosquetero que tan mal le quedaba y que tan poco respeto infundía. Podría
pasar por un niño de instituto entre un escuadrón de hombres fornidos y poder
liquidarles a todos con su astucia y su facilidad para la ejecución. Nuestro
número siete. El verdadero.
Trabajar, durante el tiempo que dura
un acontecimiento como un mundial, es un ejercicio de contención cognitiva,
porque en cada momento estás imaginando una jugada, un regate, un pase, un
remate, un gol. Y lo haces de todas las formas posibles; por el centro, por la
banda, de falta directa. Incluso, durante muchos momentos, te imaginas a ti
mismo, con el nueve en la espalda, y rematando de manera certera un centro
nevado desde la banda. Porque en ese momento, el gol es un motivo de ansia tan
caníbal que te ves devorado por ti mismo mientras intentas redactar un informe o
contabilizar una hoja de gastos.
Alemania, en concepto futbolístico, era algo
así como el ogro de tres cabezas. Un ogro que, durante años, anduvo metiendo
miedo a los pobres latinos que, con su físico nimio y su vergüenza en la
mirada, eran incapaces de mirarles a los ojos y aceptarles un desafío. A nivel
de clubes, jugar allí era un tormento, y daba igual que fueses blanco que rojo
que grana, terminaban acogotándote en tu área y vacunándote por insistencia.
A España le quedaban dos partidos
para ser campeón del mundo y a nosotros nos faltaban tres cromos para completar
la colección. Desde aquel verano del noventa y uno, cuando había dejado un
álbum incompleto con el hueco del cromo de Ronald Koeman, no había estado tan
cerca de completar todo un libro lleno de estampitas. Y aunque sabíamos que,
como aquel, este también, en el fondo, era un timo porque se trataba de un
gasto de dinero a fondo perdido, al menos nos quedaba la ilusión por encima de
la decepción. Y más por encima, aún, quedaba el objetivo, el de completar
aquellas hojas con todos los cromos y sentirnos amos de nuestro propio destino.
Para ello volvimos a dejarnos otros
diez euros en sobres, cinco por cabeza. No era moco de pavo teniendo en cuenta
que bien nos lo podíamos haber gastado en un par de cervezas por barba que, con
su buen pincho incluido, nos hubiese saciado el cuerpo de cara al partido. Pero
no hubo cerveza ni cromos nuevos. El taco de repetidos era ya tan alto que no
nos cabía en una sola mano y habíamos de repartirlo entre los dos. Sergio sacó
de su armario una vieja riñonera que no utilizaba desde los noventa y guardó
tres tacos bien cogidos con una goma elástica. La imagen, con la riñonera
puesta, era de un hortera de playa en lugar de la de un negociador de estampas,
pero, más allá de la presencia, estaba la necesidad y la nuestra indicaba que
necesitábamos ir a la plaza a intercambiar cromos con aquella panda de frikis
que reunían cada domingo por la mañana.
Pero aquel día era miércoles y
tocaba partido de fútbol. Partido de los de verdad, de esos que los alemanes
habían jugado tantas veces que habían olvidado, pero que nosotros jugábamos por
primera vez. Ahí estaban, compilados, todos los sueños, todas las emociones,
todas las tensiones, todos los deseos a flor de piel.
Del Bosque decidió poner a Pedro en
el once titular en detrimento de Torres. Se habían acabado las oportunidades
para El Niño, en el partido más importante, y ante los centrales más
corpulentos, el seleccionador optaba por sacar del equipo a nuestro delantero más
fuerte para dar paso a un pequeño diablo con una culebra en la cintura. Y lo
cierto es que el plan le salió bien porque Pedro jugó un partido soberbio y le
salió bien porque España bailó a Alemania durante noventa minutos de pasodoble
continuo.
Tiki Taka, como había dicho el bueno
de Andrés Montes, aquel tipo con la cabeza afeitada y voz de speaker que nos
había cambiado la vida a los adolescentes de principios de siglo siguiendo las
aventuras de los equipos de la NBA cuando la madrugada daba su función de
silencio en los hogares españoles. Tiki Taka, Salinas. Así creí poder
escucharle en el cielo mientras disfrutaba, como nosotros, de aquel baile
histórico al que España estaba sometiendo a la mejor selección europea de la
historia. Tres mundiales tenían y nosotros cero y ahí estábamos, sin complejos,
quitándole el balón a Kross, Khedira, Schweinsteiger y Ozil y haciendo nuestra
la posesión y el rondo interminable.
España mandaba y Xavi comandaba,
pero no llegaba el gol. No llegaba porque, más allá del toque interminable y
certero, de la velocidad de movimiento de la pelota, el equipo carecía de una
chispa de profundidad en los últimos metros y, aunque los alemanes no la
tocaran, todos sabíamos de lo que eran capaces de hacer, porque su historia
estaba marcada de remates de cabeza a la salida de un córner, de balones
colgados y ganados en segundas jugadas, de disparos lejanos perforando las
escuadras.
Cualquier córner podía alterar el
resultado y el córner, esta vez, llegó a nuestro favor. Faltaba algo más de un
cuarto de hora para el final y nuestro dominio daba para forzar córneres, pero
no daba para anotar goles. Pero ocurrió
lo que ninguno de nosotros hubiésemos esperado. Si nos hubiesen hablado del gol
de la victoria, todos hubiésemos imaginado aquel gol de Torres en la final de
Viena donde un balón en profundidad de Xavi había roto las líneas y una carrera
imponente había roto el partido. Pero nadie podía imaginar que íbamos a ganar a
los alemanes a la alemana, con un balón colgado y un remate certero de uno de
nuestros centrales.
Xavi, siempre Xavi, puso la pelota
con temple en el corazón del área alemana y Puyol, guerrero como siempre y
goleador como nunca, se impuso a todos los alemanes con un salto portentoso y
conectó un cabezazo que se coló como un obús en la portería de Neuer. Abrimos
bien los ojos antes de empezar a celebrar porque, realmente, nos costaba creer
que aquello fuese una realidad y nos estuviésemos plantando, por fin, en una
final de la Copa del Mundo.
Sergio y yo nos abrazamos como dos
niños recién salidos de la escuela que buscan jugar un partido con amigos en el
descampado enfrente de casa, allí donde los goles desde lejos valían por dos y
donde los regates se pagaban a precio de sonrisa. Puyol, otra vez un tipo cuyo
cromo nos faltaba por rellenar en el álbum, otra vez alguien a quien no
esperábamos, como Torres en Viena, como Tamudo en Dinamarca el día que empezó
el tiki taka y en el que España entera desconocía que se había sembrado una
semilla que iba a florecer en el equipo más imponente del planeta.
Los últimos minutos del partido
fueron un quiero y no puedo de Alemania porque se encontró a un equipo que le
escondió la pelota y le negó la oportunidad. Aún la tuvo Pedro, en un mano a
mano final en la que tomó la decisión más extraña cuando Torres corría junto a
él para empujar la pelota a la red. Era como si quisiera reivindicarse por sí
mismo y no querer darle el balón al tipo a quien había suplantado en el once
inicial. Durante los siguientes días, cada vez que alguno de los dos tomábamos
una decisión equivocada o nos andábamos por las ramas de manera innecesaria,
nos espetábamos el uno al otro que habíamos hecho un Pedro.
El domingo amaneció soleado y
caluroso. Por más que nos contasen que en Sudáfrica el frío se estuviese convirtiendo
en el protagonista del invierno austral, aquí era verano y la ola de calor
estaba en todo su apogeo. Nos despertamos pronto y nos mandamos un par de
mensajes aún somnolientos. No dormimos poco debido al calor, no, tampoco debido
a la falta de cansancio, tampoco, dormimos poco porque aquel día, cuando
arreciase la noche y las hadas estuviesen camino de su particular fábrica de
sueños, comenzaría el partido más importante de nuestras vidas.
La noche anterior habíamos salido de
copas y terminamos, entre el alcohol y los besos furtivos que encontramos en
los labios de dos estudiantes holandesas de intercambio, con una tensión
resuelta y una resaca de aúpa. No sabíamos qué iba a pasar aquella misma noche,
pero en la anterior, y ya de entrada, Holanda nos había ganado la partida por
la mano. Menos mal que el pulpo Paul, listo como ninguno, eligió posarse sobre
nuestra bandera y darnos un pequeño respiro en aquellos días de agobio en los
que por más rubias que ocupasen nuestra cama o más cerveza que ocupase nuestro
estómago, no había lugar para otro pensamiento que no fuese la final de la Copa
del Mundo.
Nos levantamos de manera forzada y
desayunamos un café bebido que servía como reparador y, a su vez, como
desatascador definitivo y nos dirigimos, cada uno desde nuestra casa, despedida
ya la noche y el recuerdo, al lugar de encuentro habitual; la puerta del bar de
Chicho Castillo. Era un tipo peculiar aquel; capaz de usar la ropa más ajustada
del mundo a pesar de su prominente barriga y siempre con una cinta en el pelo a
modo de samurái; a veces negra, otras blanca, pero nunca indiferente, siempre
llena de dibujos extraños e impresiones excéntricas.
Aquel día llevaba una cinta, como no
podía ser menos, con los colores de la bandera de España. Nos sirvió los
botellines fríos con una sonrisa y un grito de aúpa para la selección de
nuestro país. Aquel día, las calles se vestían de banderas rojigualdas sin
importar el sesgo político ni la ideología personal. Aquel día, por una vez en
la vida, y gracias a un partido de fútbol, todos nos sentíamos, de verdad,
españoles.
Los botellines entraron con la
alegría del tipo que busca poner fin a su resaca agarrándose a la espalda de
las leyendas urbanas. Si nos decían que lo mejor para la resaca era un botellín
frío en ayunas, allá íbamos nosotros a lanzarnos a la comprobación y a no hacer
ningún comentario negativo al respecto, porque a nosotros no nos gustaba tener
resaca pese a que la edad ya iba haciendo mella en el organismo y nos gustaba,
bastante, la cerveza fría.
Sergio puso el dinero y yo puse el
coche. Chicho Castillo nos despidió con un “hasta luego” alegre y subido de
tono y nosotros le prometimos volver para regar de nuevo nuestro estómago con
cerveza y hacer una previa como Dios mandaba; con líquido y sustento en forma
de montados de lomo y beicon con queso. Él nos tomó la palabra y nosotros
tomamos el rumbo en dirección a la plaza del pueblo vecino, allí donde los
coleccionistas de imágenes intercambiaban su cromos y los ávidos de colección
se dejaban sus estampas repetidas e incluso sus billetes más preciados.
Nosotros ofrecimos doscientos
veintidós cromos, todos los que teníamos, por los dos que nos faltaban. Pero
nadie tenía a Robben e Iniesta. Mala suerte, pensamos. Un tipo, al que le dimos
nuestro número de teléfono, nos prometió que nos conseguiría ambos si éramos
capaces de pagarle sesenta euros. Treinta por cada postal. Nos pareció una
barbaridad, pero como para decir que no teníamos tiempo y para conseguirlos por
otro medio, también, le dijimos que okey antes de retirarnos de allí y comprar
un par de sobres en un quiosco abandonado a dos calles de la plaza y que
encontramos por curiosidad mientras regresábamos al coche.
Como hacía calor y necesitábamos
refrigerarnos, Sergio guardó los sobres en el bolsillo trasero de su pantalón y
nos adentramos en un bar que encontramos justo detrás del quiosco. Era un bar
con alicatado viejo, barra de chapa rayada y olor a rancio. Nos despachó tres
botellines fríos por cabeza con su tapa de oreja, morro y callos. Castizo como
pocos. Salimos casi rodando, dando las gracias y buscando el coche para llegar
a casa y lanzarnos en la cama para disfrutar de una merecida siesta. Los
cuerpos venían de un viaje interminable durante la noche anterior y de un nuevo
rejón en forma de cerveza fría en aquel bar perdido en el corazón del pueblo
vecino.
Desperté de la siesta con la boca
seca y el corazón palpitante. Supe, en un instante, que había algo que debía
ocupar mi consciencia durante las siguientes horas, pero el sueño excesivo y la
desorientación, reforzada por las persianas bajadas de la habitación, me
hicieron darle demasiadas vueltas a la cabeza y pocas vueltas a los motivos. Me
levante como zombi, oriné mucho y fuerte y acudí a la cocina para echarme un
vaso de agua. Había dejado el móvil a cargar junto al fregadero y una luz azul
parpadeaba sobre el negro oscuro de la pantalla.
“Te espero en el Chicho Castillo”.
Tuve que parpadear dos veces y beber el vaso de un trago para ser
consciente de lo que Sergio me estaba diciendo en aquel mensaje.
“Ok, ahora bajo”. Le contesté.
Camino del bar, y con los puños restregando los ojos, fui observando los
balcones engalanados con banderas, la gente que me cruzaba tenía la cara
pintada en dos colores, rojo y amarillo, los niños vestían la camiseta de la
selección y los más mayores discutían en un banco sobre la necesidad, o no, de
hacer que jugase Fernando Torres.
¡El partido!
Me detuve un instante, me apoyé en una pared del bloque y me restregué
los ojos por enésima vez. Tenía la boca seca por la siesta y por todo el
alcohol que había ingerido durante las anteriores veinticuatro horas. Me agaché
un momento para liberar la presión de mi estómago y me dirigí, sonrisa puesta y
camiseta arrugada, al bar de Chicho Castillo donde Sergio me esperaba con un
botellín en la mano.
-
¡Vamos tío!
Nos habíamos habituado, en forma de ritual, a vivir las previas en el bar
y los partidos en mi casa. Desde que nos habíamos independizado, habíamos
alternado salidas y llegadas, partidos y postpartidos, previas y días de
guardar, entre el bar, la calle del ritmo y alguna de las dos casas.
Generalmente, cuando jugaban nuestros equipos, preferíamos verlo fuera porque
cada uno hinchaba por un club y terminábamos enfadándonos por nimiedades, pero
la unión de la selección nos había hecho unirnos en un solo sofá desde que el
día del partido contra Suiza, a las cuatro de la tarde, ambos pedimos permiso,
él en la oficina, yo en la fábrica, para cambiar el turno o para salir antes,
algo que, hecho con tiempo, se nos había concedido y que, llegado el día,
provocó el recelo de nuestros compañeros, menos previsores y avispados que
nosotros.
Lo cierto es que, tras aquella primera derrota, decidimos cambiar de casa
porque creímos que el salón de Sergio nos había causado el infortunio y
cualquier cambio de ritual era un probable cambio en el destino. Una vez que
comprobamos que España, vista desde mi sofá, ganaba una y otra vez, no
cambiamos el lugar de encuentro y el de desencuentro. Siempre nos veíamos donde
Chicho Castillo, bebíamos cerveza, subíamos a mi casa, veíamos el partido y nos
tomábamos el gin-tonic de despedida antes de darnos un abrazo y citarnos para
la siguiente ocasión.
Y la siguiente ocasión era una final ¡Menuda ocasión! Irrepetible, única.
Una ocasión que habíamos soñado durante toda la vida pero que, sinceramente,
jamás habíamos imaginado que se iba a convertir en realidad. España en la final
de una Copa del Mundo y además como favorita. Como para no alucinar.
La cerveza estaba fría y los ánimos calientes. La gente, en el bar, se
agolpaba para coger sitio y poder mirar hacia el televisor desde la mejor
perspectiva. No era un aparato de televisión muy grande el que tenía Chicho
Castillo, pero tampoco el local de un tamaño tan inmenso como para necesitar un
aparato mucho mejor. Situada en la pared frente a la barra, a una altura de
algo más de dos metros, el televisor refulgía en imágenes sobre la previa donde
se interseccionaban diversos reportajes sobre jugadores, cuerpo técnico y el
camino de rosas espinadas que había llevado a la selección hasta aquel lugar en
aquel momento.
Y es que, aunque lo hubiese parecido, nada había sido fácil. Habíamos
empezado perdiendo y habíamos tenido que ir remontando el vuelo y sacando la
cabeza, fase a fase, con resultados cortos y finales agónicos por el ajustado
del marcador. Pero allí estábamos y no le íbamos a regalar nada a nadie.
Faltaría más. España jugaba su primera final contra un equipo, Holanda, que ya
había jugado aquel partido dos veces saliendo derrotado en ambas. La
circunstancia en que ambas derrotas habían llegado ante el anfitrión y aquel
día jugaban en terreno neutral ante un equipo que se conocía de memoria pero al
que no sabía cómo iban a afectar los nervios por disputar el partido más
importante del mundo.
Los nuestros estaban a flor de piel. La última cerveza fría bajó por
nuestra garganta y, cuando el bar ya estaba lleno de ambiente y vociferio,
decidimos marcharnos para buscar el lugar tranquilo del sofá y cumplir así con
el ritual que decía que cada vez que habíamos visto un partido allí, habíamos
ganado. No es que no nos gustase estar en el bar, de buena gana nos hubiésemos
quedado para poder compartir sentimiento, alegría y sufrimiento con aquellos
tipos que, domingo tras domingo, llenaban el Chicho Castillo con sus camisetas
blancas mientras nos miraban furibundos cada vez que miraban nuestras
equipaciones roja y blanca o azul y grana, pero lo que queríamos era ayudar y nuestra mejor
manera de hacerlo era el de cumplir con el rito de partido en el sofá de mi
casa, que si ya el pulpo Paul había pronosticado nuestra victoria no íbamos
nosotros a echar por tierra los poderes predictivos del cefalópodo más famoso
del mundo.
La calle era un hervidero de gente que buscaba su lugar. Una ligera
brisa, caliente como aire del infierno, agitaba las banderas que ondeaban en
los balcones anunciando un orgullo nacional que no había tenido precedentes en
el país. Las miradas, los saludos, las sonrisas nerviosas delataban un deseo
inabarcable por convertirse en rey del mundo. Incluso los vecinos más serios,
aquellos que escupían apenas un saludo en voz baja cada vez que te los cruzaban
en la escalera, habían abierto la garganta para despojarse de un buenas noches
que les picaba en la garganta.
Sergio se acomodó en el sofá y, mientras buscaba el canal en el
televisor, yo sacaba las cervezas de la nevera. Por cortesía y costumbre, puse
dos platos con snacks encima de la mesita auxiliar, pero ambos sabíamos que,
una vez comenzase el partido, ninguno de los dos íbamos a tener ganas de probar
bocado alguno. Nosotros éramos de estómago cerrado y garganta seca cada vez que
la emoción nos hacía la visita rutinaria en días de partido serio, por ello,
nos sobraban siempre las patatas fritas pero nos terminaba faltando la cerveza.
Aparte de aquellas dos que había sobre la mesa, tenía otras seis guardadas en
la nevera, dos para cada parte, dejando el descanso para ir al baño o salir a
la terraza para tomar el aire y compartir nuestras frustraciones con los
vecinos.
El partido no empezó bien. España, como siempre, intentaba mover la
pelota en pequeños rondos que intentasen desesperar al contrario, pero el
contrario había salido al campo con una premisa clara; no dejar jugar. Con el
árbitro, Howard Webb, como espectador de lujo, como aquellos tipos que, en los
combates de boxeo se comen bolsas enteras de palomitas a pie de ring,
disfrutando con los golpes y las hemorragias, los holandeses pegaban a los
españoles de todas las formas posibles; al tobillo, a la rodilla, a la cadera
e, incluso yendo un paso más arriba, se atrevieron a estrellar una bota en el
pecho de Xabi Alonso quien se retorció de dolor en el suelo mientras su
agresor, el infame Nigel De Jong, se marchaba del lugar silbando y sin tarjeta roja.
Un bonito espectáculo de lucha libre.
Y nosotros, claro está, nos dejamos el alma y la garganta haciéndole
saber al bueno de De Jong, que su madre era la clienta más barata de un club
dirigido por la más sucia de las meretrices. Cosas del directo y de la pasión
desbordada. En esas fue que Sergio Ramos tuvo un remate forzado que casi entra
y que Villa empaló mal una buena situación de gol. Y entonces las quejas se
convirtieron en lamentos y los tragos a la cerveza se sustituyeron por
mordiscos esporádicos a unas uñas cuyo tamaño se habían comprimido hasta rozar
la punta con la carne. No hubo mucha más tela que cortar en aquella primera
parte de tanteo donde unos intentaban jugar y otros intentaban evitarlo de la
manera más sucia posible.
Y es que aquel equipo no era Holanda. O al menos no era la Holanda con la
que nos habíamos criado y, mucho menos, aquella Holanda doblemente finalista en
el setenta y cuatro y el setenta y ocho de la que nuestros padres se habían
deshecho en halagos y nostalgias. Esta Holanda tenía dos o tres buenos
peloteros; Snejder, campeón de todo con el Inter aquel año, Robben, un jugador
decisivo como pocos y el fino estilista Van Persie, siendo todos los demás un
grupo de picapedreros comandados por un tipo sin escrúpulos que, desde el
banquillo, había dado órdenes claras precisas: Si queremos ganar a España hay
que hacerlo por lo criminal, nunca por lo civil.
La segunda parte empezó tras las cervezas y las palabras. Analizando lo
que habíamos visto, éramos conscientes de que aquel partido, como los demás, si
se ganaba, habría de hacerse con un resultado corto y sufriendo como perros. Y
es que España tocaba y tocaba, pero la profundidad, ese arma que sobrevive en el
desmarque del más listo y el pase del más cerebral, no se demostraba como
eficaz. Así que tocaba remar y remar. Despacito y buena letra.
Corría el minuto sesenta y uno de la segunda parte cuando todo casi se va
a la mierda. Lo recuerdo perfectamente porque un par de minutos antes, Sergio
se había levantado para ir al baño y, al tocarse accidentalmente la parte
trasera del pantalón, había palpado los dos sobres que habíamos comprado por la
mañana en el quiosco del pueblo de al lado. Interrumpiendo su intención de
visitar el aseo, rasgó el plástico de uno de los sobres y, mientras pasaba los
cromos con la mano, exclamó: “¡Robben!”.
En aquel momento le miré perplejo puesto que, mientras mantenía el cromo
del holandés, uno de los dos que nos faltaban para terminar la colección, en
alto y trataba de mostrármelo con agitada emoción, el número once de la
selección naranja le ganaba la carrera a Puyol y Piqué y se plantaba mano a
mano contra Iker Casillas. Sergio dejó caer el cromo y yo me hundí en el sofá
esperando el milagro. Y este llegó en forma de pie de Dios, el pie salvador de
Casillas que punteó el disparo intencionado de Robben y desvió la pelota junto
al palo.
Los dos sentimos un alivio tan severo que llegamos incluso a iniciar una
arcada fantasma. De repente, todo el subidón, la cerveza y los panchitos, se
bajaron hasta los tobillos y sentimos el estómago vacío y la cabeza fuera de
nuestro sitio. El miedo nos produjo vértigo y el susto nos regaló un momento de
tensión que sólo supimos afrontar en silencio. Daba igual haber jugado bien
contra Alemania, ser los campeones de Europa, tener un equipo de estrellas o
que el pulpo Paul hubiese recitado misa cantada. En aquel momento fuimos
conscientes de que se podía perder la final de la Copa del Mundo.
Fue después de un córner sin consecuencias cuando yo volví a tomar el
botellín de cerveza y Sergio se dispuso a abrir el segundo sobre de cromos.
Cuando lo había empezado a rasgar, escupí el líquido de mi boca y exclamé de
forma sonora y apresurada.
-
¡No!
Del susto que se llevó tiró el sobre al suelo y se me quedó mirando con
los ojos igual que dos platos de postre.
-
¿Qué pasa? – Preguntó.
-
¡No abras el sobre!
Y entonces le conté toda la teoría que, de repente, me había formado y
que había revolucionado mi cabeza.
Todo había empezado con aquella lejana colección de fotos en la noventa y
uno noventa y dos. Había rellenado todo el álbum salvo Koeman y finalmente
Koeman nos había dado la primera Copa de Europa con aquel zapatazo ante la
Sampdoria ¿Hasta aquí bien, no? Vale. Pues mira, Sergio, aquello podía haber
sido casualidad, pero piensa en todo lo que nos ha pasado con la colección de
cromos de este mundial. Cuando empezaron los partidos nos faltaban seis cromos
¿Los recuerdas? Yo sí, te digo: N’Kufo, Villa, Puyol, Iniesta, Robben y
Cardozo. Ahora dime si te van sonando todos esos nombres. Cuando nos marcó
N’Kufo, aún no teníamos su cromo y lo conseguimos justamente después del
partido. Sin el cromo de Villa, el guaje le vacunó a Honduras, a Chile, a
Portugal y a Paraguay. Fue salir su cromo y dejar de marcar goles. Nos faltaba
Puyol y marcó el gol ante Alemania. Ya tenemos también a Puyol. Pero fíjate que
Cardozo falló un penalti justo después de que sacáramos su cromo y ahora Robben
ha fallado el gol de su vida justo en el momento en el que sostenías su estampa
sobre tu mano ¿Todo eso no te dice nada? Pues claro que te lo dice, igual que a
mí. Si queremos mantener la esperanza, debes conservar ese último sobre que nos
queda sin abrir, porque solamente nos falta un cromo para terminar la colección
y ese no es otro que el de Andrés Iniesta. Imagina que abres ese sobre y está
el cromo de Iniesta. Estaremos jodidos y condenados a jugárnosla en una tanda
de penaltis que, históricamente, casi nunca ha favorecido a España, así que
deja ese sobre en el suelo, donde está, siéntate a ver el partido conmigo y
aprieta los puños muy fuerte porque este partido lo tenemos que ganar con un
gol de Andrés Iniesta. Así será mientras el hueco de su cromo siga vacío en el álbum.
Me miró como mira a un loco un tipo que se cree en posesión de la cordura
absoluta. Encogió los hombros, dejó el paquete de cromos en el suelo y se
sentó a mi lado sin pronunciar una sola palabra. El partido transcurrió tenso,
duro y siempre en el filo de la duda. Se alcanzó la prórroga y, poco a poco,
fuimos comprobando que España se iba haciendo con el dominio del partido e iba
gozando de las mejores oportunidades. Cesc falló un mano a mano y Villa erró un
balón franco algo escorado. Ambos cromos ya estaban en el álbum y yo lo sabía.
Y Sergio también lo sabía porque sabía que yo lo sabía. Tranquilo, le dije con
la mirada, el balón todavía le tiene que llegar a Andrés.
Así que nos quedamos allí sentados, cerveza en mano y silencio en la
garganta, mirando el partido y esperando a que el balón le llegase a Andrés. Y
cuando el balón le llegó a Andrés, en el minuto ciento dieciséis de partido, y este
estaba sólo, frente al portero, dentro del área grande, los dos nos levantamos
como un resorte y cantamos el gol una décima de segundo antes porque, de alguna
manera, habíamos entendido que ese partido, y ese mundial, lo íbamos a ganar
con un gol de Andrés Iniesta a pocos minutos del final, porque nuestro álbum
quedaría inconcluso pero nuestro palmarés reflejaría, a partir de entonces, y
ya para siempre, el legado que supone ganar la copa de campeones del mundo.
Y nos abrazamos con fuerza, y gritamos con ganas, y nos desmelenamos sin
ningún atisbo de vergüenza. Nos asomamos a la terraza para compartir nuestro
grito de gol con todos aquellos vecinos que, como nosotros, habían decorado sus
balcones con distintivos nacionales, porque aquello era lo más grande que nos
había ocurrido como país en muchos años y aquello nos iba a volver a unir como
cuando salimos todos a la calle para protestar contra el terrorismo o para
pedir mejores condiciones laborales.
Porque un país no es nada sin su pasión y una pasión no es nada sin su
deseo. Y aquel día once de julio de dos mil diez, millones de españoles nos
despertamos deseando lo mismo y todos vimos como nuestro sueño se cumplía
gracias al gol de un tipo discreto y de calvicie incipiente que jugaba al fútbol
cómo sólo lo sabían hacer los ángeles del cielo.
Terminó el partido y nos arrodillamos frente a un televisor donde
refulgían las imágenes de nuestros jugadores abrazándose y de los narradores
cantando un glosario de parabienes que nos colocaban en la cima del mundo de la
felicidad. Aquel día, durante unas horas, le dimos una patada a la crisis y nos
centramos en juzgarnos como un país de locos que salía a llenar sus plazas por
un partido de fútbol obviando que la clase política nos estaba sumiendo el pozo
más negro de la insatisfacción.
Lo dejamos todo como estaba; más bien hecho un Cristo. Los botellines de
cerveza vacíos sobre la mesa, las migas de patata sobre el sillón y el papel de
los sobres de cromos en el suelo. Sergio recogió el sobre que seguía sin abrir
y comenzó a rasgarlo de nuevo, cuando lo tenía casi abierto puse una mano sobre
su muñeca y le invité a no terminar de hacerlo.
“Déjalo, ya hemos ganado”.
Ya éramos campeones del mundo, ya no merecía la pena completar un álbum
porque ese álbum nos había completado a nosotros. Porque ese álbum, como aquel
álbum del noventa y dos, quería quedar así, con un hueco libre, el de la foto
del tipo que le había dado la copa al equipo que más la buscaba.
Por ello, cuando al fin bajamos a la calle para buscar la fuente pública
y fundirnos en abrazos, sudor y cánticos, nos acercamos a un contenedor de
basura donde Sergio tiró un sobre de cromos a medio abrir en el que creímos
intuir que, en la primera y única foto visible, había tipo con camiseta roja en
cuyo pantalón había serigrafiado, en color dorado, un número seis.
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