"Nada nos devolverá los días del esplendor sobre la hierba, pero nos recordaremos y fortaleza hallaremos en lo que nos queda.". Estas líneas de William Wordsworth sirvieron de base a Elia Kazan para introducirnos en uno de sus más aclamados filmes. "Esplendor en la hierba" cuenta el auge y caída de una generación que se creía capaz de comerse el mundo y que terminó, en muchos casos, sumida en el anonimato o en la locura. Nada devolverá a los protagonistas aquellos días frenéticos de juventud, pero siempre permanecerá en el recuerdo aquello que lograron y les servirá para mirar al futuro con orgullo.
Desde la juventud, el Valencia montó la base del que probablemente fue el mejor equipo de su historia. A mediados de los noventa, un chico tímido de la cantera subió al primer equipo para ocupar el puesto de lateral derecho. Quique Flores se había marchado al Madrid y el Valencia, en pleno proceso de recomposición, hubo de buscar en Paterna las piezas que le faltaban a su engranaje. En principio, Mendieta no tenía apariencia más allá de un tipo cumplidor, que bregaba la banda y centraba al área aceptablemente.
Pero ocurrió que de la necesidad se hizo virtud. En muchas ocasiones, los tránsitos con zozobra suelen conducir a buen puerto siempre que la crisis se gestione con mano izquierda. El Valencia fichó mucho y el tiempo fue acomodando a cada jugador en su lugar. En el lateral derecho terminó por acomodarse el francés Angloma y el chico rubio de paterna, poco a poco, se fue acostumbrando a jugar en el centro del campo. Y cuanto más libre jugaba, más feliz era. Y cuanto más feliz era, más ganaba su equipo.
En aquellos días de esplendor en la hierba, los más grandes, uno a uno, iban cayendo como víctimas mediáticas a las que apuntar como una muesca más en el revólver en que había convertido su magnífica pierna derecha. Un golazo al Barça de volea, un gol al Madrid de falta y un gol estratosférico en la final de copa frente al Atlético terminaron de encumbarlo. Una vez en la cumbre, el Valencia visitó San Mamés, y a Mendieta no le quedó otra opción que homenajear a sus orígenes con una obra maestra. Recibió el balón en tres cuartos, avanzó hacia el área y como si generar una obra de arte fuese lo más fácil del mundo, fabricó uno de los goles más bonitos de su carrera.
Desde la juventud, el Valencia montó la base del que probablemente fue el mejor equipo de su historia. A mediados de los noventa, un chico tímido de la cantera subió al primer equipo para ocupar el puesto de lateral derecho. Quique Flores se había marchado al Madrid y el Valencia, en pleno proceso de recomposición, hubo de buscar en Paterna las piezas que le faltaban a su engranaje. En principio, Mendieta no tenía apariencia más allá de un tipo cumplidor, que bregaba la banda y centraba al área aceptablemente.
Pero ocurrió que de la necesidad se hizo virtud. En muchas ocasiones, los tránsitos con zozobra suelen conducir a buen puerto siempre que la crisis se gestione con mano izquierda. El Valencia fichó mucho y el tiempo fue acomodando a cada jugador en su lugar. En el lateral derecho terminó por acomodarse el francés Angloma y el chico rubio de paterna, poco a poco, se fue acostumbrando a jugar en el centro del campo. Y cuanto más libre jugaba, más feliz era. Y cuanto más feliz era, más ganaba su equipo.
En aquellos días de esplendor en la hierba, los más grandes, uno a uno, iban cayendo como víctimas mediáticas a las que apuntar como una muesca más en el revólver en que había convertido su magnífica pierna derecha. Un golazo al Barça de volea, un gol al Madrid de falta y un gol estratosférico en la final de copa frente al Atlético terminaron de encumbarlo. Una vez en la cumbre, el Valencia visitó San Mamés, y a Mendieta no le quedó otra opción que homenajear a sus orígenes con una obra maestra. Recibió el balón en tres cuartos, avanzó hacia el área y como si generar una obra de arte fuese lo más fácil del mundo, fabricó uno de los goles más bonitos de su carrera.
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