Como en el sueño de una noche de verano, los béticos despertaron 
alborozados. El chico de los cinco mil millones prometía espectáculo y 
despertaba ilusiones. El chico de los cinco mil millones tenía una 
pierna izquierda de oro y conducía el balón como los artistas de salón. 
En su repertorio cabían la magia y el atrevimiento, en sus condiciones 
se adivinaban las alegres causas que habían convertido a Brasil en 
capital del fútbol.
 Pero el chico era disperso, demasiado alegre para
 un fútbol tan serio y, sobre todo, demasiado alegre para una ciudad tan
 despierta. Le conoció la noche y la noche le embrujó. Sevilla tiene un 
color especial; es canela al mediodía y azahar a media noche. Sevilla es
 embrujo y amago, un ritual y un beso, una canción y un paso hacia la 
gloria. Pero de la gloria al abismo hay un paso. El chico de los cinco 
mil millones comenzó a sentir el peso de su valor sobre el costado y el 
número dieciséis cada vez pesaba más; cada vez se parecía más a una 
promesa incumplida.
 Dejó 
algún reguero de pólvora sobre la garganta encendida del Villamarín, 
dejó algún lienzo de exposición sobre el tapete verde; alguna filigrana,
 algún vestigio de poder, alguna promesa cumplida. Pero el saldo no le 
fue positivo. Se terminó marchando por la puerta de atrás y los que 
auguraban puerta grande dejaron que terminase sus días en la enfermería;
 aniquilado por las cornadas mediáticas y retirado por las críticas 
irascibles. Incomprendido y desligado, el chico de los cinco mil 
millones terminó buscando fortuna en sus orígenes y en sus vueltas por 
el mundo cuentan que alguien le volvió a ver sonreír. Era la sonrisa de 
un funambulista con una mirada pintada de nostalgia. El chico echaba de 
menos el fútbol de salón pero, sobre todo, echaba de menos el embrujo de
 una noche que le cautivó para siempre.

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