martes, 18 de junio de 2019

El exprimidor

Desde que Cruyff mostró la patita y el cordero se convirtió en lobo, Holanda ha sido una especie de Uruguay a la Europea. Menos corajuda pero más vistosa; menos canalla pero más veloz. Un país pequeño, poco poblado y con las miras siempre en el progreso, ha ido destapando futbolistas como si de una cantera de piedras preciosas se tratase. Apoyado en el extraordinario trabajo del Ajax y apuntalado por la inversión en futuro del resto de clubes, ha ido mostrando al mundo varias generaciones de futbolistas capaz de ganarse el respeto y, sobre todo, la admiración del aficionado.

La Holanda de Hiddink que compitió en el mundial del noventa y ocho es probablemente la Holanda más vistosa de las últimas que se recuerdan. Años después, ante la euforia española que provocó el mundial de Sudáfrica, Ben van Marwijk presentó un equipo que llegó a la final con pierna fuerte, fútbol de choque y Robben como arma letal. No era la Holanda que recordábamos y eso nos dejó un mal sabor de boca.

Pero la Holanda de Francia fue una gran Holanda. Mezclaba lo mejor del Ajax de Van Gaal con el incipiente PSV de Advocaat, coronado con excelsas estrellas como Bergkamp, Winter o Win Jonk. Tenía la pierna fuerte que requería el fútbol de los noventa y adelantaba la velocidad con que se jugaría en el nuevo siglo. Jugó muy bien durante muchos ratos y dejó atrás a Bélgica, a Yugoslavia y a Argentina. En un mundial de fútbol pobre y austero, el mundo, como años atrás, comenzó a ir, de nuevo, con Holanda.

Pero enfrente estaría Brasil. Semifinales y Brasil. Aquello era una jugada contra el destino en toda regla. Si había dos selecciones que habían fascinado al mundo durante los setenta y los ochenta habían sido Brasil y Holanda. De ellos, solamente Holanda conservaba la esencia y tiraba de tradición. Brasil, en su camino hacia la europeización, había sacado a los centrocampistas ofensivos de su ecuación y los había sustituído por los Dungas de turno. La dungarización funcionaba porque había magníficos delanteros. En Estados Unidos estaban Romario y Bebeto. Y Francia estaba Rivaldo, pero sobre todo estaba Ronaldo.

Ronaldo era, en aquella época, el jugador más fascinante del planeta fútbol. Era joven, rápido, rico y feliz. Y se le caían los goles del cuerpo. En una Brasil tan pobre como las anteriores, había mantenido el barco a flote con goles. Sus desmarques causaban terror porque siempre que ganaba un metro ganaba un gol. Holanda lo sabía y conjugó el esfuerzo en su defensa. Línea de tres centrales y dos carrileros por delante. En el medio, trivote, y arriba la pareja de delanteros que hacía del control un baile. Kluivert era Van Basten sin gol y Bergkamp era el Bolsoi en un terreno de juego.

De repente, Holanda se había desnaturalizado. Y lo había hecho por miedo. Porque Ronaldo daba miedo. Mucho miedo. Y el partido, que empezó con el miedo por bandera, se fue abriendo poco a poco hasta convertirse en un juego de espacios abiertos y ataques suicidas. Hasta que Ronaldo ganó su metro y ganó su gol. Fue un pase de Rivaldo, de fuera adentro y un control extraordinario que lo dejó de frente con Van der Saar. La definción fue sutil, por debajo de las piernas, y la celebración fue austera. La tranquilidad por hacer bien el trabajo.

De repente, Holanda se desató. Más por necesidad que por inercia, pero entendió que mirar al frente era la única manera de lograr la heróica. Apareció Kluivert para fallar y apareció Kluivert, en el último instante, para marcar un gol que desató la euforia y puso la prórroga como destino a unas piernas que estaban a punto de pedir su árnica. Aquellos últimos minutos fueron una batalla entre Ronaldo y los defensores y entre Kluivert y el gol. No ganó nadie y solamente los penaltis supieron dictar sentencia. Brasil los anotó todos y Holanda falló dos. Era el sino. Un mal sino. De nuevo sin título en naranja y de nuevo el color amarillo en la final.

Aquella Holanda fue una gran Holanda. Rápida, certera, con una buena generación. Si quiso ser mecánica encontró su freno ante la reina del fútbol de selecciones. Brasil siempre fue Brasil, antes con futbolistas, ahora sólo con nombre. Pero para aquella naranja existió un exprimidor que extrajo el zumo de cada uno de los equipos a los que se enfrentó. Se los bebió a todos. O a casi todos. Ronaldo exprimía defensas como devoraba espacios. Cada vez que ganaba un metro, ganaba un gol.


No hay comentarios: