lunes, 21 de octubre de 2024

La manita de Ofori

Nadie puede explicarte el destino por más que estés sumido en la mediocridad, por más que el fondo del pozo sea un cenagal sin poder de maniobra o por más que el barro te manche las cejas en tu intento por reincorporarte, porque nadie puede explicar la vida cuando esta está compuesta de elementos de fricción que, conjugándose entre sí, son capaces de generar tal efecto mariposa que cuando crees que has perdido todo es justo el instante en el que has comenzado a ganar.

La historia de Costa de Marfil en la pasada edición de la Copa de África no se explica sin el abatimiento, sin la tristeza, sin el enfado y sin el poder de regeneración que otorga la segunda oportunidad, pero, sobre todo, no se explica sin la mano tonta de Richard Ofori, invitado ajeno en fiesta propia que produjo un salto espacio temporal desde la nada hasta el todo en apenas veinte días de absoluta convulsión.

Costa de Marfil, a parte del anfitrión del torneo, era el gran favorito dada su condición de local y su más que plausible plantel de futbolistas completado por tipos como Frank Kessie, Sebastien Haller, Serge Aurier, Seko Fofana o Simón Adingra, casi todos curtidos en las ligas mayores europeas y con el bagaje suficiente como para hacer creer a un país puesto en pie para recibir a los suyos.

Pero los suyos no parecieron estar por la labor de hacerles disfrutar durante aquellas primeras semanas infernales de campeonato. Y eso que las cosas no empezaron mal después de la victoria en el partido inaugural ante Guinea Bissau. Fofana y Krasso pusieron los goles en una cómoda victoria que los colocaba como primeros de grupo después del empate a uno entre Nigeria y Guinea Ecuatorial.

Mientras tanto, en aquel catorce de enero posterior a la inauguración, en el grupo B, Egipto empataba frente a Mozambique mientras que Cabo Verde le ganaba por dos goles a uno a Ghana, lo que colocaba a los ghaneses como colistas de su grupo con dos jornadas por disputar. La siguiente jornada deparó un choque entre Guineas en el Grupo 1, solventado con suficiencia por Guinea Ecuatorial y una cómoda victoria de Cabo Verde ante Mozambique que le colocaba ya como virtual campeón del grupo después de que Ghana y Egipto empataran a dos goles, poniendo a los ghaneses empatados con los mozambiqueños en el último lugar pero con una clara ventaja gracias a los menos goles recibidos.

En el grupo A, por su parte, el estadio Alassane Ouattara de Abiyán, se llenaba hasta la bandera para apoyar a su equipo en su partido ante Nigeria, el gran coco del torneo. Fue un partido feo y mal jugado que se llevaron los nigerianos gracias a un gol de penalti de Troost-Ekong. De aquella manera, Guinea Ecuatorial y Nigeria encabezaban el grupo mientras que Guinea Bissau quedaba ya virtualmente eliminada a la espera de los últimos resultados. Costa de Marfil, por su parte, se quedaba como tercera, con tres puntos y sabiendo que no lo tenía mal para clasificarse puesto que de los seis grupos, los cuatro mejores terceros pasarían a la fase clasificatoria y un empate en la última jornada le iba a servir para pasar a octavos de final.

Lo que nadie podía imaginar es que aquella derrota ante Nigeria iba a provocar una guerra civil en el vestuario costamarfileño. Acuciado por el gobierno e instado por su propia afición, su condición de locales más que espolearles, les produjo un estado de ansiedad tal que todo el plantel reventó tras aquel segundo partido en la fase de grupos. De esta forma, sin condición, sin ganas y sin juego, los locales fueron aplastados con estrépito por Guinea Ecuatorial. Aquel cuatro a cero y el uno a cero de Nigeria ante Guinea Bissau dejaba a los costamarfileños como terceros con un saldo de menos tres goles.

Los terceros clasificados para la siguiente ronda parecían claros; Guinea en el grupo C, Mauritania en el grupo D, Namibia en el grupo E y, si no se torcían las cosas, Ghana en el grupo B ¿Y cómo se iban a torcer? Tras el pacto de no agresión entre Cabo Verde y Egipto repartiéndose las dos primeras plazas del grupo, Ghana se iba a meter con derechos en la ronda final después de ganar a Mozambique por dos goles a cero en su último partido de la fase de grupos.

Pero entonces sucedieron las cosas más extrañas que nos podamos imaginar. En el minuto noventa, ya con el cartelón del añadido mirando hacia la grada, André Ayew tocaba con la mano dentro del área un intento de ataque del Mozambique. El penalti lo transformó Seny en el noventa y uno y, por algún, motivo, a Mozambique le dio por creer que aquello se podía remontar y que, porqué no, ellos también podían clasificarse como terceros. El árbitro había añadido siete minutos y quedaban seis por jugarse. Cuando ya estás muerto ¿Qué importa volver a morir?

Tras un arreón con más fe que juego, Mozambique cobró un córner que terminó en la nada al borde del área, fue allí donde Reinildo Mandava, trató de empalar con la izquierda, más lo que salió no fue un disparo sino un churro. El balón se perdía mansamente por la línea de fondo cuando a Richard Ofori, porte de Ghana, nadie sabe por qué, le dio por palmear la pelota con suavidad. Quizá creyendo que podía atajarla, quizá pensando que la pelota ya estaba fuera del terreno de juego. El caso es que corría el minuto noventa y cuatro y, ante aquella torpeza, el árbitro hubo de señalar el correspondiente saque de esquina tras el que, en un vuelo sin motor, Reinildo cabeceaba a la red el empate a dos.

Aquel empate final provocó un tsunami sin precedentes que corrió de un continente a otro y puso en pie a un país y a una ciudad cuyo equipo llevaba cuarenta años sin ganar un título importante. Pero a esto volveremos más tarde. Porque lo que interesa ahora, la clasificación para octavos, fue ganada por Costa de Marfil puesto que Ghana y Mozambique, con aquel empate, quedaron con dos puntos y clasificaron, de manera diferida, al anfitrión mientras todo su estadio les estaba abroncando con ferocidad y mientras los directivos ya se habían encargado de despedir al seleccionador Jean-Louis Gasset antes de esperar a que los otros grupos terminasen sus partidos.

El veintidós de enero de 2024, con Costa de Marfil en un puño cerrado, Emerse Fae, exjugador con carrera en Francia e Inglaterra, se hacía cargo como seleccionador interino del equipo anfitrión, al mismo tiempo que Iñaki Williams, delantero de Ghana y Reinildo Mandava, defensa de Mozambique, regresaban a España para incorporarse a las disciplinas de Athletic de Bilbao y Atlético de Madrid respectivamente.

El veintinueve de enero, las selecciones de Senegal y Costa de Marfil se enfrentaron en el sexto partido de los octavos de final. Aquella historia, que había empezado mal, tenía todos los visos de terminar mal ya que Diallo había adelantado a los senegaleses en los primeros minutos del partido y el equipo de Fae no demostraba ningún viso de mejora. Pero llegó una internada en el área a la desesperada, Nicolas Pepe dribló a Edouard Mendy y este le derribó en un penalti señalado por el árbitro y confirmado por el VAR. Kessie transformó la pena máxima en el ochenta y seis, el partido se fue a una prórroga en la que el miedo impidió que ocurriese nada y los penaltis sonrieron al anfitrión por primera vez en todo el torneo. Parecía que ya llovía menos.

El día tres de febrero, la ciudad de Bouaké abarrotó su estadio para animar a Costa de Marfil en su enfrentamiento de cuartos de final ante la potente selección de Mali. Y todo condujo al mismo guión del partido anterior; Dorgeles adelantó a los malienses y cuando todo parecía perdido apareció Adingra para empatar el partido en el minuto noventa. Otra prórroga, pensaron todos. Y otros penaltis, pues parecía que también. Pero en el minuto ciento veintidós, con todo el mundo pensando ya en el punto fatídico, Diakité la pegó con el alma y marcó el gol de todos los costamarfileños. Dos semanas antes estaban desahuciados y ahora, como por arte de magia, estaban clasificados para las semifinales de la Copa de África.

Pero antes de jugarse aquellas semifinales, en España se iban a jugar otras de distinto calado pero no menor importancia para los contendientes. En Madrid, dos equipos con necesidades urgentes, se enfrentaban en el partido de ida de las semifinales de la Copa del Rey. Ambos, Atlético de Madrid y Athletic de Bilbao habían eliminado, respectivamente, a Real Madrid y Fútbol Club Barcelona y se creían con fundado derecho a ganarse el puesto de favorito para ganar la competición. Después de aquella desafortunada mano de Ofori en la línea de fondo en el Ghana - Mozambique, Iñaki Williams y Reinildo había regresado a España y ambos fueron de la partida en aquel partido jugado como una partida de ajedrez. De haber ganado una de las dos selecciones aquel partido, probablemente uno de los dos no estaría jugando aquel partido, pero allí estaba y fue Reinildo el que, tras una torpeza inconcebible, cometió un penalti que sirvió al Athletic para marcar y ganar aquel primer duelo.

Aquel mismo día, el siete de febrero, Costa de Marfil y la República Democrática del Congo se habían enfrentado en el partido de semifinales de la Copa de África con un resultado de un gol a cero para los anfitriones. Aquel gol de Haller, el tipo que unos meses antes había estado a punto de dejar el fútbol después de haber sido intervenido de un cáncer de testículo, levantó a un país que se había visto en el fondo de un pozo y que, de repente, comenzó a creer que aquel cuento de hadas no era ninguna invención del destino.

Cuatro días más tarde, el domingo once de febrero, Costa de Marfil volvió a enfrentarse a Nigeria en el estadio Alassane Ouattara de Abiyán. Y como aquel día en el partido de la fase de grupos, Troost-Ekong adelantó a los nigerianos. Muchos creyeron que allí había acabado todo. Demasiado bonito como para creer que puede ser verdad. Pero cómo pensar que Richard Ofori había tocado aquella pelota si aquello no iba a terminar teniendo ningún sentido. Frank Kessie empató en el sesenta y dos y Sebastien Haller, de nuevo el hombre mágico, culminó la remontada en el ochenta y uno.

Lo que se había vivido en Costa de Marfil en aquel mes de infarto quedará grabado en la memoria colectiva y en las vicisitudes de un vestuario que, después de roto, supo recomponerse gracias a los golpes del destino. La vida les dio otra oportunidad y se aferraron al trofeo como la lapa que se aferra a la carne fresca. Aquella copa levantada hacia el cielo culminaba un milagro en el que nadie, pero nadie, había llegado a creer.

Y mientras tanto, en aquel mes de febrero, un Iñaki Williams pletórico tras no machacarse de más en la Copa de África, destrozó al Atlético de Madrid en el partido de vuelta y puso a su equipo en la final de la Copa del Rey un año más. Iban demasiadas finales perdidas como para poder confiar en la victoria por más que el rival, esta vez, no fuese tan potente como en las anteriores ocasiones. Tras un empate, una prórroga y una agonía, el Athletic ganaba en los penaltis y, como toda Costa de Marfil había hecho en febrero, toda la provincia de Vizcaya se echó a la calle en una bonita tarde de abril. En el fondo nadie quiso acordarse del detalle, pero sin aquella manita de Ofori quizá ninguna de las cábalas hubiese terminado por hacer tan feliz a dos pueblos.


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