viernes, 4 de mayo de 2018

La primera gran noche del Metropolitano

Para ser el mejor hay que querer ser el mejor. Para doblegar al mundo hay que mostrar una voluntad
de hierro, una fe inquebrantable y una pasión desmedida. Para ser leyenda hay que forjar noches de asombro. Para ser realidad hay que tomarse la vida con la seriedad que requiere en cada lance.

El Atleti del Cholo puede ser feo en ocasiones, desesperante otras tantas, eficaz como pocos, brillante en la ejecución, sólido en la marca y puñetero en el choque. Se le puede afear cierta dureza, se le puede reprochar cierta indolencia ofensiva, se le puede tildar de rocoso, pero el Atlético es un bloque de hierro, un grupo salvaje que compite contra el mundo con un cuchillo en los dientes y un látigo enrollado en la cintura. Un aventurero intrépido que descubre su Atlántida particular después de picar piedra y tragar polvo.

El polvo del Arsenal se difumina en cuanto Ozil apura su última gota de aire. Sujetado por el fino estilista alemán, los ingleses quisieron acuciar la portería de Oblak con una serie de rápidas combinaciones. Era la táctica del fino estilista. Jabs de izquierda, directos de derecha y esperar que el rival, poco a poco, se fuese aculando contra las cuerdas y terminase por sucumbir a la lógica. Olvidó el Arsenal que, enfrente, tenía al mayor fajador del mundo. Un equipo que aguanta embestidas y sigue en pie para propiar su particular derechazo.

Cuando se acabó Ozil, se acabó el Arsenal. El Atlético comenzó a presionar más arriba y Mustafi y Chambers, sustituto del lesionado Koscielny, sintieron en sus piernas la presión a la que les conducía su cabeza. Se desconectó el centro del campo y se resintieron los laterales. Y cuando el Atleti vive cinco minutos cerca del área rival, casi siempre termina castigando el hígado. Koke y Griezmann chutaron cerca del palo y, poco antes del descanso, un balón largo de Oblak se convirtió en un mal despeje que dejó el balón en los pies del siete rojiblanco. El principito encontró a Costa y el hispano brasileño aguantó la embestida de Bellerín para batir a Ospina a media altura. Quedaba medio partido y la misión parecía cumplida.

La segunda parte no fue sino la demostración de una impotencia y la exhibición de un defensor imponente. El Arsenal buscó el área con centros laterales y Godín, emperador en plaza, se dedicó a despejar todos y cada uno de los balones cruzados. Fue un acto de lenta agonía para el equipo inglés, porque en estas vicisitudes, cuando se huele la sangre, es cuando el Atlético se convierte en el más cruel depredador. No es un equipo virtuoso que arranque ovaciones con contragolpes de infarto, pero es un equipo que maneja los tiempos como pocos saben hacerlo. Agarrado al espíritu de Gabi y con un Griezmann que, una vez más, dio una lección desde la media punta, Costa se sintió un depredador libre y jugó al gato y al ratón con la defensa gunner.

Cada balón largo, cada robo en medio campo, cada salida desde atrás, encontraba el pecho rocoso de Costa y los pies de seda de Griezmann. Entre ellos casi fabrican un gol de fantasía y entre los dos consiguieron desquiciar a un Wilshere que aún sigue buscando sombras en el Metropolitano. La ausencia de un mediocentro con personalidad ha matado al Arsenal en los últimos años. Es un equipo de chispazos, de alguna luz entre la sombra y de algún gol para la posteridad, pero es un equipo sin patrón y, sobre todo, sin plan. Un triste final para un entrenador que, durante años, fue precursor de una de las más gloriosas eras de la Premier League.

Con la entrada de Mkhitaryan y la salida de Costa, el Atlético se aculó en tablas y se convirtió en ese equipo de bloque bajo que hace de la fiabilidad su manera de vivir. No hubo más partido porque el Atlético se empeñó en que no lo hubiese. Ospina sacó una mano a Torres algo menos meritoria que la que Oblak le había sacado a Xhaka minutos antes. Fue uno de los pocos méritos del Arsenal y debieron de interpretar aquel disparo como una manera de decirle al mundo que allí seguía estando, aunque inédito, el mejor portero del mundo.

Dijo Saúl, tras el choque, que al Metropolitano aún le falta la magia que tenía el Calderón. No es cuestión de mirar hacia atrás sino hacia adelante. Aquel fue un templo de sonrisas y lágrimas que acogió a nuestros corazones durante medio siglo. Este, por más que nos empeñemos en destacar su frialdad, debe ser el templo que acoja nuestras epopeyas durante las próximas décadas. No se trata de comparar, se trata de escribir la historia. Y para convertir este nuevo estadio en una catedral, nada mejor que noches épicas como la de ayer. Porque la leyenda no se dibuja con recuerdos, sino con deseos.

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