Nada escapa a la mística en el fútbol inglés.
Cada victoria, cada momento, son vividos con tanta intensidad y relatado con
tanta literatura, que los años no hacen sino impregnar de épica cada particular
partido del siglo. Para la leyenda, además, nada mejor que una de esas
historias en las que David, honda en mano, es capaz de derribar a Goliat ante
la estupefacta mirada del mundo.
Hablar hoy del Leeds United es hablar de un
equipo perdido en los confines de las divisiones inferiores
del fútbol inglés. Pero hace años el Leeds United era otra cosa. En los años
setenta era, junto al Liverpool, el mejor equipo del fútbol inglés. Y lo era a
su manera. Un equipo guerrillero, de fútbol directo, muy comprometido y que no
dejaba prisioneros en cada partido. Aquella manera de jugar y, sobre todo,
aquella manera de ganar les supuso ganarse la antipatía de la mayoría de las
aficiones del país.
Por ello, cuando alcanzaron la final de Copa del
año 1973, no fueron pocos los que simpatizaron con la que, a priori, debía ser
la víctima perfecta de la máquina liderada desde el banquillo por Don Revie. El
Sunderland era un equipo histórico pero que, en aquella época, no pasaba por su
mejor momento. Acomodado en la zona media de la segunda división, fue avanzando
rondas en el torneo de Copa a base de superar “replays”. De aquella manera, fue
superando eliminatorias dejando en la cuneta a Notts County, Reading,
Manchester City y Luton Town, antes de dar la campanada en semifinales y
eliminar al Arsenal, otro de los grandes equipos de la época y que había
sorprendido a todos logrando el doblete sólo dos temporadas atrás.
El partido fue bronco y muy disputado. El
Sunderland se adelantó a la media hora de juego, gracias a un gol de su jugador
más talentoso, Ian Porterfield. A raíz de aquello y, sobre todo, durante toda
la segunda parte, tuvo que aguantar un ataque continuo y feroz del Leeds. Pero
la firmeza de su defensa y, sobre todo, la portentosa actuación de su portero,
Jimmy Montgomery, le permitieron permanecer en pie y alcanzar, ante la mirada
estupefacta del entrenador Bob Stokoe y la algarabía de medio país, una
victoria que, aún hoy, se recuerda como una de las mayores sorpresas de la
historia del deporte.
Aquel día, once muchachos desafiaron a la lógica y se mantuvieron firmes frente a los pronósticos. Jugar con el alma y defender con el corazón, muchas veces, tiene premio. El de aquel Sunderland, más allá de una copa, tuvo el valor histórico de la inmortalidad. Nadie es capaz de pisar aquella ciudad y no escuchar, durante algún momento del día, el relato de aquella tarde en la que ganaron una final a uno de los mejores equipos del mundo.
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