viernes, 5 de abril de 2019

El gol imposible

Barcelona era una ciudad acomplejada futbolísticamente. Atrás quedaban los años de fuego bajo la batuta de Kubala. Quedaba la añoranza y el pesimismo. El aficionado culé comenzó a convertirse en un tipo que nacía escéptico y moría pesimista. No había motivo para la satisfacción y, lo que es peor, apenas quedaba un motivo para la alegría. Pero entonces llegó él; tan flacucho, tan ágil, tan veloz, tan perspicaz. Se presentó en sociedad en la víspera de Nochebuena, hacía frío, pero la gente estaba ansiosa por verle. El rival, el Atlético de Madrid, no era el mejor socio de fatigas. La mayoría se veía regresando a casa con el mismo frío con el que llegaron, pero, además, con una nueva derrota en el zurrón. No había sido un gran comienzo de temporada. Habían perdido mucho y solamente, una semana atrás, habían arrancado una victoria en Granada gracias al trabajo bien culminado por su nueva estrella. Recibieron a Cruyff con aplausos; la expectativa les incitaba a ser optimistas, al menos durante los cinco minutos previos al partido, y le despidieron con vítores; el asombro les había obligado a ponerse un nuevo ídolo por montera. Mediado el partido habían sido testigos de un hecho sin precedentes: un balón largo, a ninguna parte y el salto de un gamo rematando a contracorriente. Lo llamaron “el gol imposible”, y quien tuvo la oportunidad de verlo aún lo sigue aplaudiendo.


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