miércoles, 8 de mayo de 2019

La interpretación del fracaso

A menudo me sorprende la ligereza con que se utiliza la palabra fracaso, generalmente utilizada por tipos que, seguramente, hayan tenido que conformarse con una vida con la que no soñaron de pequeño. El fracaso, como signo de medida ante una derrota, puede calificar en diferentes niveles, pero, generalmente, se ceba en el ente más intrínseco, porque lo superfluo no cuenta a la hora de medir responsabilidades. Suele ocurrir que nos duelen tanto las victorias de los rivales que siempre andamos con un ojo pendientes de su derrota para sacar el hacha a relucir. Y esperamos a la vuelta de la esquina para resolver cuentas pendientes; siempre con el calor del resultado, claro está. Y siempre con la intención de convertir en nimio cualquier éxito ajeno, porque para nosotros fracasar significa siempre perder, sin analizar que quizá, en cada derrota, haya un elemento de seducción que tendemos a obviar para derribar nuestros propios muros psicológicos; cuando alguien lo hace muy mal, el error, generalmente, viene conducido porque el otro lo hizo muy bien.

A mí, que me gusta analizar siempre el fútbol desde la victoria, que desde el ventajismo de la derrota, prefiero pensar que el éxito sonrió a un Liverpool que siempre creyó en sí mismo y que si el Barça perdió fue porque no pudo con el empuje y moralidad física de un equipo que siempre supo tener al alcance una gesta que ayer le glorificó, una vez más, como club de fútbol. El calor del resultado nos hace soltar improperios y desclasificar viejos fantasmas, pero lo cierto es que el éxito ajeno raramente suele ser fuente de interpretación para calificar nuestras decepciones. Hablar de fracaso en una semifinal de Champions, con varias ligas en el zurrón y un lustro jugando finales de Copa, me parece una barbaridad. Está claro que fue una decepción, una de las más grandes, pero lo fue porque en esta sociedad que hemos creado en la que sólo nos sirve alcanzar el máximo, no somos capaces de concebir que quizá nuestros equipos no estén capacitados para ciertas afrentas. El Barça lo intentó en su medida en el partido de ida y no consiguió frenar el vendaval que le llegó en el partido de vuelta.

Los recuerdos futbolísticos de mi infancia están marcados por un equipo que se paseó por España sin ser capaz de saltar la barrera de las semifinales en la Copa de Europa. Si a alguien le decimos hoy que el Madrid de la Quinta del Buitre fue un fracaso, se echaría las manos a la cabeza con razón, en cuanto está instalado en nuestra memoria como una fuente de buen fútbol del que bebieron generaciones posteriores. Al Barça de Messi, que, por cierto, ha ganado cuatro Champions, se le quiere archivar con la etiqueta del fracaso porque no ha sido capaz de sostener buenos resultados en rondas finales de la máxima competición. Si la Champions la ganasen varios equipos al año, entonces podríamos exigir una oportunidad de verse en el olimpo, pero todos los títulos son tan selectivos que sólo permiten un ganador por temporada. Esto pone en sintonía el éxito del último Real Madrid, pero no tiene porque ser motivo para despreciar a un equipo y, mucho menos, a un futbolista que ha sostenido el nivel de nuestra liga durante la última década. El fracaso, con semejante derroche de jugadores y presupuesto, sería no jugar la Champions, porque sería no cumplir un objetivo mínimo, pero quedarse a las puertas de una final en un torneo que sólo concede un ganador al año no puede ser un fracaso porque entonces estamos poniendo un nivel de exigencia por encima de las expectativas.

Porque cada uno tiene que ser consciente de su capacidad antes de exigir un nivel en las capacidades ajenas. El fracaso es caer en la ignominia, no conseguir algo es, simplemente, una decepción. Y las hay pequeñas, de las que salimos indemnes, con una esquirla en la memoria, y las hay grandes, como Roma o Liverpool, en las que salimos tocados y creyendo que, quizá, la próxima sí puede ser la nuestra.

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