jueves, 30 de enero de 2020

El factor de la derrota

           Era una tarde como cualquier otra. Una nube gris amenazaba con inquietar la cita y una bolsa de gas, irremediablemente generada por los nervios, se había instalado en la boca del estómago. Dicen que los hombres somos esclavos de nuestras expectativas. Generalmente, vamos acumulando puntos, como en uno de esos coleccionables de supermercado, e intentamos subir el nivel de nuestros logros. Generalmente, sin embargo, más allá de los sueños más antropólogos, logramos relanzar una nimiedad a la categoría de prueba vital porque, para nosotros, vale más el orgullo que la pureza.
            Las reuniones las hacíamos en torno a una pelota y las conversaciones eran un ritual de alabanza continua según de qué pie cojeásemos cada uno. Al blanco le gustaba el ímpetu, al azulgrana la exquisitez, el rojiblanco abogaba por el contragolpe y al verdiblanco le supuraba la pasión. Y así, entre latas de cerveza vacías, dejábamos pasar la tarde antes de que los más pequeños nos dejaran pista libre y nos apostáramos la última ronda a una pachanga sin más final que nuestro propio agotamiento.
            El fútbol de barrio tenía el aroma de los clásicos más populares; una zapatilla desgastada, un balón duro como una piedra, la camiseta de la equipación de los años anteriores, algún mote como nombre en la espalda y, generalmente, el número de algunos de nuestros futbolistas favoritos. Los partidos tampoco iban mucho más allá; si acaso, nos podíamos insultar o protestar porque lo que para unos era una disputa limpia, para otros había sido una falta flagrante, pero nunca hicimos que la sangre llegara al río. Y si alguna vez había llegado, habíamos partido peras y no habíamos permitido que alguno de los ínclitos regresara con nosotros a las pistas del barrio. Porque hay códigos intangibles que sólo conocemos los que hemos pisado desde niños los campos de hormigón.
            La tarde del día tres de octubre, habría sido, como dije antes, una tarde como cualquier otra, y lo habría sido si a ninguno de nosotros le hubiese dado por alargar la mano en dirección a los bancos del patronato.
            Allí estaba Luis. Listo como ninguno, rápido como un gamo, certero como un cazador profesional. Entonces no conocíamos ni su nombre, ni sus ademanes y, mucho menos, su manera de jugar al fútbol. Pero éramos nueve y nos faltaba uno para completar el cinco contra cinco.
            Velasco nos había fallado. El jodido Velasco. El tipo que organizaba torneos infinitos y que no se perdía un solo partido de entrenamiento. No hacía mucho que habíamos perdido la final municipal ante los de la Conserjería y aún nos escocía el alma y parte de la materia. Necesitábamos entrenar más para ser un poco mejores y afrontar el campeonato con serias aspiraciones. Algo que no conseguiríamos si el cagón de Velasco se quedaba en casa cada vez que su madre le castigaba por un cuatro setenta y cinco.
            Nos habían destronado y debíamos recuperar el norte y el prestigio. Para ello debíamos conseguir que los partidos de entrenamiento de los sábados por la tarde se convirtieran en nuestro trampolín hacia la conquista. Largo, Unamuno, Coque, Rubio, Tras, Gonzo, Rusti y yo le vimos llegar con paso lento y una media sonrisa que nos confundió la mirada. Le dimos la pelota e hizo malabares. Buen comienzo. Quién nos diría entonces que el final no iba a ser tan memorable.
            Nos chuleó a todos. Dio igual el reparto de equipos. Jugamos tres partidos de quince minutos y en todos, con diferentes compañeros, ganó el equipo de Luis. Era tan fascinantemente bueno que resultaba imposible no quedar boquiabierto aun cuando era uno mismo la víctima de sus regates. Llevaba dos días en el barrio, su padre era comercial de lanchas motoras y no tenía equipo con el que jugar. Le fichamos al instante. Ya le habíamos convencido cuando le habíamos preguntado, mano en alto, si quería apuntarse a nuestra pachanga.
            La liga comenzó en noviembre y en diciembre ya éramos líderes destacados. La competición no era muy compleja. Nos dividíamos por barrios y podía apuntarse quien quisiera. En el nuestro, La Maternidad, nombrado así por la cantidad de mujeres embarazadas que lo poblaron en cuanto estuvo construido, éramos ocho equipos. Jugábamos a ida y vuelta desde noviembre hasta febrero y a partir de marzo empezaban los playoffs contra equipos de los nueve barrios restantes. Un todos contra todos anual que paralizaba los campos de tierra del pueblo cada sábado por la mañana.
            Éramos siete contra siete y jugábamos, en algunos lugares, partidos en simultáneo. Huelga decir que nosotros éramos buenos, pero que, con Luis, éramos los mejores. Lo jugaba todo, no le rotábamos nunca y le dejábamos siempre en punta de ataque para que se desgastara lo mínimo. De tocar el balón veinte veces en cada jugada de ataque, cambiamos la táctica para reducir el tiempo de posesión e incrementar el factor sorpresa. Ensayábamos las jugadas una y otra vez; Coque o Rubio pivotaban en el centro y descargaban hacia el hombre libre, generalmente Gonzo y este, inmediatamente, en profundidad hacia la carrera de Luis. Daba igual si no le dejábamos sólo, él siempre se las apañaba. Driblaba por condición antes que por consideración. Y definía siempre al lugar más alejado para el portero.
            Parecíamos el mejor equipo del mundo o, al menos, así nos sentíamos, pero nada de lo bueno dura para siempre y nada de lo bonito termina sin caer a un pozo de lodo. Era una mañana fría cuando Luis se presentó al partido y nos dijo que sería el último. No era un tipo demasiado dado a la broma, pero nuestra primera reacción fue tan espontánea que se nos cayó por la incredulidad. Creímos, al instante, que nos estaba vacilando. Pero no. Hablaba tan en serio que, por un instante, nos vimos descosidos por dentro y rotos por fuera. El rostro desencajado, el corazón helado, el estómago a punto de estallar en vómito.
            Velasco, que se ilusionaba con el vuelo de una mosca, perdió la ilusión por gobernar su banda. Largo, que se hacía gigante en cada despeje, se convirtió en un enano que no alcanzaba ni a un mosquito. Unamuno, siempre tan eficaz en el juego, comenzó a errar como un niño torpe. Coque perdió la fantasía, Rubio perdió la fuerza y Tras se encontró sin velocidad. Gonzo olvidó jugar de espaldas y Rusti olvidó que los goles se marcaban hasta con la espinilla. Yo, que en mis días de insomnio volaba como un pez de río, comencé a encajar goles como el portero del peor equipo del mundo. Me quedé sin manos, sin muelles, sin valor.
            Aquella fue nuestra primera derrota. Luis jugó su último partido y, por instantes, se contagió de nuestra apatía. Hubo de buscarse las jugadas, los espacios, los goles. Anotó tres, pero yo encajé cuatro. Huelga decir que el equipo contrario celebró como si hubiese ganado la Copa de Europa y que nuestro orgullo se sintió tan resentido que no fuimos capaces de articular palabra durante el camino de regreso a casa. No nos pudimos despedir de Luis, no fuimos capaces ni de mirarle a los ojos.
            Una semana más tarde ya jugaba con la camiseta de la Conserjería. Tenía bemoles la cosa. Entre todos los barrios del pueblo no podía haber escogido otro al que cambiarse a vivir. No tardó en fichar por el mejor equipo de allí, actual campeón y rival enconado. Algunos sábados coincidíamos en horario y mirábamos de reojo al campo de al lado cada vez que los escuchábamos celebrar un gol. Iban como un tiro y nosotros, mientras tanto, en caída libre.
            Ellos ya tenían un buen equipo desde que el año anterior habían incorporado al Negro Martínez. El tipo era un tanque imposible de defender. Jugaba de espaldas como un pívot de baloncesto y las ganaba por arriba sin necesidad de saltar. Para convertirse en incontrolable, necesitaba un alter ego y Luis fue, para él, como el Robin que necesitaba todo Batman para conseguir instaurar la justicia en la ciudad perdida de Gotham.
            Todos los demás no fueron, sino víctimas perfectas de sus ejecuciones imparables. Nos hubiésemos alegrado por Luis, al fin y al cabo, siempre fue un buen tipo, pero había caído en un equipo de impresentables. Arrogantes como un gallo que se contonea delante de todo el corral, los chicos de la Conserjería brillaban por su prepotencia y poco tacto a la hora de celebrar. Cada gol a favor era un puño en la cara, una sonrisa de burla, una palabra sibilina por debajo del oído. Cada gol en contra era una protesta al árbitro, una amenaza de muerte, una promesa de ya volverás por aquí. Pegaban con ímpetu, pero lo hacían con tal disimulo que casi ningún árbitro era capaz de leer sus tretas. Animados desde el banquillo por un tipo que les arengaba como si fuesen a la guerra, disputaban cada partido con el hambre de quien busca sangre y ganaban por convicción, por calidad y, generalmente, porque los equipos rivales ya estaban muertos de miedo a los dos minutos de partido.
            Nosotros no teníamos entrenador. Realmente, casi ningún equipo del campeonato lo tenía. Aquello había nacido como un torneo entre grupos de amigos que había evolucionado hacia un campeonato municipal donde poníamos todo el rigor necesario, pero, también, toda la poca seriedad posible. Los primeros años, sin duda, fueron los mejores. Jugábamos donde podíamos y, tras cada choque, terminábamos todos en el bar de siempre bebiendo cañas de cerveza. Era la mejor manera de quitar importancia a las derrotas y de felicitar al vencedor sabiendo que los mismos que pagábamos  la ronda una semana podríamos ser los invitados a la semana siguiente.
            Todo cambió el año que aparecieron los chicos de la Conserjería. Un año atrás se habían entregado las llaves de las nuevas casas de los bloques que se habían construido donde antiguamente se había levantado la Conserjería Militar. El alcalde, pelotazo mediante, había recalificado el terreno y lo había vendido a un constructor para que levantase catorce bloques y llenase el pueblo de nuevos ricos dispuestos a cambiarnos la vida y las costumbres.
            Pronto nos dimos cuenta de que no eran como nosotros. Pronto nos dimos cuenta, también, de que no querían ser como nosotros. Jugaban en otra liga; eran estúpidos, maleducados y tenían un punto de arrogancia difícil de soportar. Pero, eso sí, eran muy buenos.
            Nos ganaron el primer año. Nosotros seguíamos creciendo y por fin logramos alcanzar la final después de tres años consecutivos cayendo en semifinales. Pero nos barrieron. Aquello debió servirnos para reflexionar, pero vista su manera de celebrar el éxito, sólo nos sirvió para aumentar nuestra sed de venganza. Todos los equipos acudimos a la fiesta anual de fin de temporada, excepto ellos, que prefirieron quedarse en su barrio, bebiendo agua carbonatada y ensayando disparos a la escuadra. Tan increíblemente perfectos que irritaban.
            El año siguiente jugamos como nunca. No recuerdo un año mejor en cuanto a concepción del juego. Ensayamos nuevas tácticas, nuevas jugadas y nos posicionamos de manera distinta. Convertimos en sagrado el partidillo del sábado por la tarde, o del viernes si era el sábado el día en el que jugábamos, y nos perdíamos en rondos interminables antes de regresar a casa pensando siempre en ese último pase al espacio que nos permitiese quedar mano a mano con el portero rival.
            Fue nuestro mejor año. Volvimos a quedar primeros en la liguilla de distrito y ganamos en cuartos y en semifinal con solvencia. En la final a cinco partidos ganamos los dos primeros y rematamos en el cuarto. Festejamos con moderación porque para nosotros el respeto seguía siendo prioridad antes que postergación, pero ellos no supieron aceptar la derrota y se enfrascaron en una pelea que nos convirtió, para siempre, en enemigos acérrimos.
            No iba a ser fácil alcanzar una nueva final. Realmente, jugábamos tan desanimados que ni nosotros mismos nos veíamos capaces de afrontar la vida más allá del siguiente duelo. Caímos en picado, derrota tras derrota, y a punto estuvimos de perder nuestra posición de privilegio si un gol fortuito de Rusti no nos hubiese sacado del letargo. Era el último partido de la liga regular y los chicos del Patronato Sport nos ganaban por uno a cero. Ellos ya no se jugaban nada y nosotros nos jugábamos la vida. Nos valía el empate para ser primeros, pero la derrota nos abocaba al peor de los escenarios. Lo peor de todo es que habíamos perdido hasta el orgullo. No sé de qué manera, Rusti metió la pierna en aquel último centro al área y no sé de qué manera la pelota, dando saltos sobre la arena, se coló mansamente junto al poste derecho del portero. No supimos si celebrar o caer rendidos a la evidencia. Lo que menos nos apetecía en aquel momento era enfrentarnos a una ronda de cinco partidos con el equipo de la Conserjería. Eran demasiado buenos, demasiado fuertes y demasiado fanfarrones. Perder no era un drama. Perder contra ellos, sin embargo, era una tragedia. Lo peor de todo es que intuíamos que nos iban a masacrar.
            El sistema de cruces era simple. Se tomaba al mejor primero de grupo y se le enfrentaba al peor de los primeros y así equitativamente. Se dibujaba un cuadro y se jugaban los cuartos de final, las semifinales y la semifinal. Todo al mejor de cinco partidos. Aquellos play off se convertían, por derecho, en una fiesta para el municipio. Los padres acudían con sus hijos, los adolescentes con sus amigos y los jugadores de los equipos eliminados acudían para apoyar al equipo de su barrio. Todo el lenguaje festivo y distendido se apagaba cuando entraban en escena los de la Conserjería.
            Huelga decir que nos tocó jugar contra ellos en la primera ronda eliminatoria. En condiciones normales, Luis presente y ánimos enervados, hubiésemos terminado como los mejores primeros y nos los hubiésemos encontrado en la final a cinco, pero nuestra desidia y nuestro desánimo nos condujeron al desastre. Los vimos aparecer con sus cuerpos esculturales, su sonrisa de superioridad y su mirada asesina. Jugaban realmente bien y eran duros como piedras. Nos ganaron cinco a cero a la primera.
            Que Luis no celebrase ningún gol era señal de que nos tenía respeto, pero a aquellas alturas nosotros queríamos morir de la manera más rápida y cruel, no nos importaba el respeto, ni siquiera habíamos apelado al orgullo.
            El segundo partido fue aún peor. Nos metieron siete y se rieron en nuestra propia cara. Fue el día en el que nos dimos cuenta de que la victoria no impera en el marcador sino en el esfuerzo. “Quien lo da todo, no pierde nada”, nos dijo el padre de Gonzo. Nuestros vecinos nos miraban avergonzados, nuestros padres nos miraban con lástima. “Prefiero que me tengan miedo a que me tengan lástima”, me había dicho mi padre una mañana fría antes de un partido en categoría infantil. “Pero, sobre todo, has de conseguir que te tengan respeto”. A nosotros ya no nos respetaba nadie.
            Justo antes del tercer partido, el Negro Martínez se acercó a Luis para poner la pelota en juego desde el círculo central y le espetó unas palabras que sonaban a orden antes que a deseo.
-          Hoy también ganamos ¿Eh?
-          Fácil. – Contestó Luis.

“Fácil”. Maldita fuese nuestra estampa. Nos habíamos dejado amilanar por nuestro propio miedo y habíamos perdido hasta el orgullo. “Fácil”, aquello fue el resorte que necesitábamos para despertar de nuestro letargo. Aquel “Fácil” se clavó en nuestro orgullo y nos encendió el corazón al instante. Íbamos a perder, sí, era más que probable, pero les íbamos a demostrar que quien lo daba todo no perdía nada.
En la primera entrada vieron claro cuáles eran nuestras intenciones. No lo iban a tener fácil y, si nos iban a ganar, que fuese por su calidad antes que por nuestra desidia. Codos arriba, pierna fuerte, rodilla por delante, tacos afilados. Jugar así, en el campeonato, se había ganado un nombre con denominación de origen; era jugar “a lo conserjería”.
Marcamos un gol en una jugada trabada. Velasco cambió el juego hacia Tras y este centró raso, cruzado, para la llegada de Gonzo. Remató desde el suelo, con la espinilla, ante la salida de su portero. La pelota hizo un extraño y se elevó por encima antes de entrar mansamente y dando pequeños botes, dentro de la portería. Celebramos con rabia y defendimos con ímpetu. Por primera vez, dada nuestra fiereza en el juego, vimos la duda en sus ojos.
Se marcharon con la cabeza baja y sin estrecharnos la mano. Desde el vestuario, con tabiques contiguos, escuchamos su rabia y su frustración. Se conjuraron para derrotarnos por goleada durante el siguiente partido, pero nosotros ya sabíamos, que, tal y como había pronosticado Luis, aquello no iba a ser fácil.
El problema es que ya habíamos gastado el factor sorpresa por lo que no nos quedaba otra que reinventarnos. Lo hicimos variando el juego y el sistema, optamos por retrasar a Gonzo y dejar sólo a Rusti en punta haciendo marcajes mixtos a Luis y al Negro Martínez. Nos costó un mundo, pero sabíamos que solamente seríamos capaces de ganarles si seguíamos jugando “a lo conserjería”. Así que no dejamos de tener ni el codo alto, ni la pierna fuerte, ni la rodilla por delante, ni el taco afilado. Y marcamos a balón parado, mediada la segunda parte, cuando Rubio remató picado un centro largo de Unamuno. Aquella vez no vimos duda, por vez primera vimos miedo en sus ojos.
Nos embistieron con furia y casi nos empatan en la arremetida. Ahí fue donde puse mi granito de arena. Un balón largo hacia la carrera de Luis y un centro medido a la cabeza del Negro Martínez. El remate fue violento, arriba, con la testa, franco, limpio, y el balón salió como un cohete rumbo a la escuadra de mi portería. Volé como un ángel, como un enviado del cielo para devolver a aquellos demonios al infierno. Puse la manopla recta, estiré los dedos y punteé la pelota por encima del larguero. En el córner posterior, el Negro, frustrado por la oportunidad perdida, me embistió con violencia y anotó a puerta vacía. El árbitro señaló falta y el golpe le tumbó en el suelo. La expulsión nos alivió, pero mucho menos que saber que el Negro, la peor pesadilla en nuestras noches de insomnio, no iba a jugar el quinto y definitivo partido.
Era el día de Luis, el día para demostrar si, realmente, era tan buen jugador como se presuponía o solamente se escudaba en su calidad mientras jugaba rodeado de buenos jugadores. Sin el Negro en el campo, solamente Luis daba el toque de distinción porque, quitándole a él, nosotros no éramos peores que ninguno de ellos.
La nuestra era la única eliminatoria de cuartos que se había ido al quinto partido. Nos mandaron a jugar al municipal de deportes, un campo de césped con una grada para mil personas que estaba a reventar. En los aledaños al terreno de juego no cabía un alfiler y la gente se agrupaba en filas conglomeradas sobre la barandilla que delimitaba el rectángulo verde. Todos, o casi todos, iban con nosotros. No iban a permitir que aquellos estúpidos arrogantes volviesen a ganar el torneo porque ello significaría el final definitivo de un ciclo donde la paz y la armonía se habían impuesto sobre las malas artes.
Ellos no tenían demasiado apoyo. Apenas una decena de vecinos que, más avergonzados que entusiasmados, apenas se dejaban oír. Cada lance era un murmullo que crecía hasta la protesta. Pronto, el árbitro se puso nervioso y ellos fueron perdiendo la compostura. Quien siembra vientos, les dijo Largo, recoge tempestades.
Pero, de alguna manera, ellos encontraron su propia tempestad. Luis, que durante los dos últimos partidos había sido una sombra de sí mismo debió entender que si quería encontrar la gloria no tenía más remedio que buscarla. Y la buscó con ahínco. Hizo trabajar a Coque como un esclavo y tuvo a Velasco de cabeza durante casi todo el partido. Jugaba como lo hacía cuando estaba con nosotros; con el Negro ausente, se situó en punta y, arrancando desde el costado izquierdo, dibujaba diagonales de fantasía. Terminamos la primera parte por debajo, dos a cero. Aquello, definitivamente, parecía finiquitado. No teníamos mucho que reprocharnos; habíamos vendido cara la derrota. Era lo mínimo exigible para un equipo de nuestro nivel.
Nada más comenzar el segundo tiempo llegó la jugada que podía haberlo cambiado todo. Luis encontró una rendija y me encaró mano a mano. Conocía sus amagues, pero, generalmente, eran casi imposibles de descifrar. Tal y como situó el cuerpo supe de inmediato que intentaría regatearme hacia su perfil bueno. Son cosas del instinto, puedes jugar mil partidos y recibir mil goles y en un instante entiendes que cada segundo de miseria no ha sido más que un camino de aprendizaje. Aguanté de pie y fingí comerme el engaño, cuando inició el regate saqué la manopla y toqué la pelota. Cayó al suelo, en parte por la inercia, en parte por la frustración. Como no sabía protestar, noble como era, se levantó con presura, pero entonces Largo ya había despejado a fuera de banda.
Ellos reclamaron el penalti, claro está. Todos sabían que había sido inexistente, pero, por alguna extraña manera, el árbitro cayó en la trampa y señaló el punto fatídico. No podía ser. Aquello se había terminado.
-          ¡No seamos como ellos! – Exclamé fuera de mí.

Aquella voz resonó en el recinto y, durante un par de segundos hubo un silencio que precedió a una ovación atronadora. No, no debíamos ser como ellos. No debíamos caer en la tentación de protestar al árbitro, de buscar la intimidación, de encontrar la victoria por la vía de la protesta.
Mis compañeros se separaron del árbitro y dejaron el área despejada. Si había que perder, lo haríamos, pero con estilo.
-          Sabe tirarse. – Añadí. – Veremos si también sabe tirar penaltis.

Aquella frase, aunque no era de mi estilo, provocó justo el efecto que yo quería. Habíamos jugado muchos partidos con Luis como para saber de qué manera tiraba los penaltis. Dolido por la duda y picado por el reto, tomo el balón mientras le dejaba ver mi sonrisa. Iba a tirar él. Parecía algo suicida, pero era justamente lo que yo quería.
A lo largo del campeonato, Luis había tirado cinco penaltis con nosotros y otros cinco con La Conserjería. Y los había anotado todos. Lo que sí había variado era su manera de lanzar según la dificultad que en cada momento hubiese tenido el partido. Si era un partido apretado o considerado como importante, lanzaba a su zona de seguridad; con la pierna derecha hacia la derecha del portero. Si, por el contrario, era un partido resuelto o ante un rival que podría considerar menor, lanzaba hacia el lado izquierdo del portero. Yo lo tenía claro; el partido iba a resolverse en aquel penalti y, dado que ellos nos consideraban el gran rival a batir, estaba seguro de que me lo iba a lanzar a mi derecha.
No dudé. No quise dudar, mejor dicho. Le interrogué con la mirada y él esquivó cualquier contacto visual. Mejor. Estaba perdiendo aquella batalla y seguramente no quería demostrarlo. Tomó mucha carrerilla y chutó fuerte, hacia su lado de seguridad, antes de verle golpear la pelota yo ya me había vencido hacia mi derecha. Que fuese lo que Dios quisiera. Alcancé a tocar la pelota con la yema de los dedos y, casi con violencia, se estrelló contra el poste antes de regresar a mi cara y golpear mi nariz. Dolía mucho. De repente me olvidé del rechace y me centré en el dolor. Si alguien llegaba, aquello era gol y si aquello era gol, sería, también, el final.
Un pie apareció de repente; era una bota negra, con tacos alineados y medias azules. No me dio tiempo a reaccionar, recé en voz baja y sentí el golpe. De nuevo la pelota en mi rostro y, de nuevo, la intriga en el aire. Se escuchó un sonoro “ooooooh” y un catacrack que nos dejó con el alma helada. Había sangre entre el sudor y las lágrimas. Había un balón despejado y dos chicos, en el suelo, retorciéndose de dolor.
Yo había parado el penalti, el balón había salido rebotado desde mi guante hacia el poste y desde el poste hacia mi cara, Rubio y Luis había peleado el rechace y entre ambos habían golpeado el balón que había hecho un extraño para acabar de nuevo en mi cara y, por un momento, a media altura, lugar desde el que lo despejó Largo de manera defectuosa, de manera que quedó muy en el aire, lugar hacia el que Rusti había saltado para buscarlo con la mala suerte de topar con la cabeza de un rival. El golpe fue brutal, su jugador tuvo una pequeña conmoción, pero Rusti se llevó la peor parte, brecha incluida y pérdida de conciencia.
Se los llevaron rápido al hospitalillo. Nos tocaba jugarnos la clasificación sin nuestro hombre de referencia en ataque y todos intuimos que aquello era, de nuevo, el principio del fin.
Pero, inesperadamente, algo cambió en el estado de ánimo de Luis y, con él, de todo el equipo de La Conserjería. Apocado por el error, dejó de tirar desmarques y dejó que Rubio le ganase todos los duelos. En uno de ellos, nuestro hombre de cierre sacó la pelota con clase y se plantó en la línea de tres cuartos. Abrió hacia el desmarque de Largo y este puso la pelota rasa hacia el interior del área donde apareció Coque para poner el uno a dos. Joder, de repente, había partido.
Nos gritamos a la cara y nos animamos con golpes en la espalda. No, no estaba todo perdido. Empezamos a intuir las pelotas cruzadas, a intuir todos los desmarques rivales y a ganar las segundas jugadas. Tras una de ellas, Gonzo le pegó con el alma desde veinte metros y el balón entró por toda la escuadra. Dos a dos y la sensación, en el alma, de que las tornas habían cambiado.
A ellos dejaron de salirles las cosas y a nosotros comenzó a salirnos todo. Sinceramente, creo que nunca, antes, habíamos jugado como lo hicimos en aquellos últimos quince minutos y, desde luego, nunca volvimos a jugar a así. En alguna ocasión habíamos realizado jugadas precisas y seguimos marcando goles bonitos, pero la facilidad para trenzar fútbol que alcanzamos aquel día ha quedado en la memoria colectiva como algo único.
No sólo marcamos el tercero, sino que también anotamos el cuarto y el quinto. Cuando el árbitro señaló el final del partido estábamos tan desatados que amagamos con una protesta. Queríamos más; pero no por la humillación, sino porque nos estábamos divirtiendo como nunca lo habíamos hecho.
El pueblo estaba alborozado. Nos llovieron las felicitaciones y los pormenores. Ellos, los de la Conserjería, ni se acercaron. Para qué hacerlo. Sabían, como nosotros, que habíamos completado una gesta, pero no lo iban a reconocer. No iban a perder un segundo en hincar la rodilla y rendir pleitesía. Rendirse, más aún fuera que dentro del campo, era de débiles.
Lo que no habían previsto, ni ellos, ni nadie, es que aquella sería su última oportunidad de alcanzar la gloria. La suya y la nuestra. Las nuevas generaciones fueron creciendo y la liga municipal se fue enriqueciendo. A nosotros nos eliminaron en la siguiente ronda. Parecía que, cumplido el objetivo, nos faltaba motivación. Les habíamos bajado los humos a una pandilla de arrogantes y el objetivo de ser campeones, en nuestra cabeza, había pasado a segundo plano. Al menos emocionalmente.
No es que no nos fastidiase la eliminación, desde luego que queríamos ganar el torneo, pero nos faltó tensión y frescura, aparte, claro está, de que el equipo rival tenía una calidad superlativa. No en vano, terminaron siendo campeones. Y no sólo lo hicieron ese año, sino que repitieron durante tres años consecutivos. Fue un cambio de ciclo en toda regla. Nosotros nos hicimos mayores, alcanzamos alguna que otra semifinal, pero jamás volvimos a rozar la gloria. El equipo de la Conserjería se terminó deshaciendo ese mismo verano. Al Negro le fichó un equipo juvenil de División de Honor y a Luis le incorporó en su cantera un equipo grande. Ninguno hizo carrera; al Negro le vieron hace poco como camionero en un bar de carretera, estaba gordo y calvo, aunque seguía manteniendo su característico tono de piel tostado. Luis llegó a jugar en Segunda División B y tuvo su día de gloria cuando se enfrentó a un Primera División y le hizo dos goles en un partido de Copa del Rey. Tuvo su reseña en el periódico y una entrevista de radio en la que habló de la liga municipal. Todo un detalle por su parte.
Siempre fue un buen tipo, la verdad, pero se dejó corromper, de alguna manera, por las malas artes de sus compañeros de barriada. Nunca bajaron los humos y si algo pretendieron, generalmente, fue bajarle los humos a los demás. Uno de ellos, a quien llamaban el chato, ahora es el alcalde del pueblo. Se presentó tres veces y solamente a la tercera, campaña demagógica incluida, consiguió ocupar el sillón. Lleva tres meses investigado por la fiscalía. Y como siempre, no lo está sabiendo asumir. Se ha convertido en el hombre más mediático del país. Tirar de la manta lo llaman.
Lo miro ahora desde el televisor, con mi nostalgia de cuarenta y cinco años, las manos gastadas de trabajar y la mente cansada de tanto imaginar paradas imposibles. Dejé el campeonato hace más de quince años, justo el día en el que me di cuenta de que ya no era capaz ni de intuir los penaltis. Mis compañeros corrieron suerte dispar. Velasco trabaja de encargado en un supermercado, Largo es director de sucursal bancaria, Unamuno se dedica a la enseñanza (no podría hacer otra cosa con semejante apellido), Coque es mecánico en un taller de camiones, Rubio trabaja como administrativo en una multinacional y Tras como administrativo en una gestoría, Gonzo, que siempre fue el más listo de todos, sacó su carrera de ingeniería y ahora gana una pasta como técnico de aeronáutica, y Rusti se ahogó en el mar una tarde de septiembre con el cantábrico picado y los ánimos en todo lo alto.
Hace diez años que nos dejó. Y en conmemoración suya hemos vuelto a quedar, de nuevo, en el bar de siempre. Donde nos tomábamos las cervezas después de los partidos, donde nos reuníamos para analizar los errores y, ya con el cuerpo caliente, conjurarnos para seguir ganando. Pero no siempre se gana. Veo a Gonzo entrar por la puerta y levanto la mano para que me vea. Elegante como ninguno, el porte siempre presente. Observo la foto de Rusti, su compañero en el ataque y pienso qué hubiese sido de él si no se hubiese adentrado en el océano con dos copas de más. Y creo que, en la mayoría de las veces, por más que nos fijemos un objetivo y por más empeño que pongamos por conseguirlo, siempre habrá un factor que provoque que acabemos perdiendo.

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