Iñaki Williams ya lleva siete temporadas en la élite y, de alguna manera, parece que aún no se ha quitado la vitola de promesa a pesar de estar camino de los veintisiete años. Quizá, el problema de la irregularidad, su mayor punto de crítica, sea debido al mareo al que ha sido sometido por los diversos entrenadores a la poca competitividad que ha mostrado el Athletic durante las últimas temporadas, pero, más allá de los vaivenes y las promesas incumplidas, siempre se habían adivinado en Williams las características de los grandes atletas del área: potencia, habilidad y capacidad para salir de problemas gracias a sus condiciones.
Durante unas temporadas con más sombras que luces, Williams no ha terminado de golpear la puerta de la selección porque su hueco ha sido cerrado con tipos de mayor concreción en el remate y mejor asociación en el juego. Porque Williams, gracias a su velocidad y potencia, necesita del espacio para vivir y de la transición rápida para autoalimentarse. Es por eso que, tras años de espera acostado en una banda y tras años de paciencia buscando su lugar en el mundo, este Athletic de hoy, a medio camino entre dos finales y recuperado para la causa por Marcelino, ha convertido en Williams en su punta de lanza en su nuevo camino de regreso a la gloria. Porque el potencial no sólo es una promesa pendiente de cumplir sino que debe ser una amenaza constante pendiente de hacerse carne; el balón, el espacio, la carrera y el gol. El galgo necesita su liebre y Williams necesita correr para convertirse en el delantero que todos creímos que llegaría a ser.
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