De todos es sabido que la envidia es el deporte nacional. De todos es sabido que nos molesta más un éxito ajeno de lo que nos alegra una consecución propia. Todos sabemos cómo se las gasta el oportunista y en qué lugar vive el resultadista. Todos sabemos que estamos esperando el error como agua de mayo porque tras sus circunstancias viven nuestras opiniones. Y todos sabemos que nuestras opiniones, como una veleta, giran constantemente, pero siempre, a favor de viento.
Frivolizar
es el arte de especular con el valor de las vanidades. En esa hoguera donde se
queman los más fuertes y solamente los débiles se libran de su fuego, más por
miedo que por capacidades, es donde suelen terminar todos los ídolos que
queremos hacer caer con el simple valor de nuestra palabra. La sorna, ese dardo
tan español que vive en boca de quien no conoce el valor del éxito, siempre
tiene lugar en el fracaso. Cuando hay un éxito, rebuscamos en el cajón de los
recuerdos para encontrar, si bien cabe, un momento en el que justificar nuestra
incapacidad para responder.
Con Messi y
Cristiano Ronaldo nos ha ocurrido algo demasiado preocupante como para
considerarnos aficionados al fútbol. En la medida que en el análisis de afición
no cabe el concepto de fanatismo, creo que nos hemos inclinado demasiado por el
negro y por el blanco a la hora de analizar los éxitos y fracasos de los dos
mejores futbolistas de las últimas décadas. Es como si en lugar de sentarnos a
admirar su juego, su ambición y su talento, estuviésemos esperando a que
metieran la pata para poder sacar el cinturón y arrear un par de correazos a
nuestro dañado ego. La satisfacción de verlos sufrir antes que la admiración
por verlos actuar.
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