martes, 27 de noviembre de 2018

Pichichis: Telmo Zarra

Alguien, alguna vez, tras algún partido, exclamó, exaltado por el ánimo, que había visto jugar a su equipo como una manada de leones. Así, de aquella manera, comenzó a conocerse a los futbolitas que vestían la rojiblanca del Athletic de Bilbao. Guerreros con corazón de león que acechaban el área y defendían su territorio con eficaces dentelladas. Muchos de ellos hicieron historia, pero uno, especialmente uno, se coló en la memoria de las grandes aficiones de España.

Telmo Zarra fue un goleador impenitente, un león de clase alta que sobrevivió a Kubala y hubo de rendirse a la dictadura de Di Stéfano, pero que, aún en sus últimos coletazos, dejó destellos de furia incansable. Hablamos del máximo goleador español en la historia de la liga. Hablamos del mejor goleador que ha parido esta tierra de contrastes y sentidos.

Y eso que su carrera no empezó, emocionalmente, de la mejor manera posible. No fue porque no supiese golear o no supiese jugar; pero siempre hay una fecha que se clava en la memoria de los hombres más ambiciosos. Tras llegar a su primera final de Copa, apenas nueve meses de debutar como futbolista del Athletic, falló un gol cantado en la prórroga que le persiguió durante toda su vida. Pudo resarcirse más tarde, porque hubo otras finales y otras copas, pero aquella primera vez. Ay, aquella primera vez.

Su padre nunca quiso que fuese futbolista, creía que con dos peloteros en la familia era más que suficiente, pero Telmo le desoyó y corrió con la pelota hacia los descampados de Asúa. Años después, se convertiría en el primer gran futbolista mediático del franquismo; el hombre con el que todos querían salir en la foto. Su fama se forjó a base de goles y culminó una fría tarde de otoño austral en la que batió a Wilkes para derrotar a Inglaterra en el mundial de fútbol y darle a España su mejor clasificación histórica hasta el momento. No lo toquen, suplicaban, este hombre es un semidiós vestido en pantalón corto.

Pero le tocaron. Lo hizo el portero Montes, guardavallas del Atlético de Madrid y admirador de sus goles. No pudo evitar caer sobre su pierna y partirla en dos. Fueron meses duros; el niño ya era un hombre adulto y el final estaba cerca. Pero no se iba a marchar del área por culpa de una lesión. Y eso que no era la primera vez que se lesionaba, pero sí era la primera de tan extrema gravedad. En 1944, apenas tres años después de asomar la cabeza en la élite, una mala caída en el área terminó con su clavícula fuera de sitio. Gajes del oficio. Y es que el área era su hábitat natural. Para lo bueno y para lo malo, como aquella vez en la que, tras un econtronazo con el defensor Álvaro, del Valencia, el Piru Gaínza le dijo, en tono jocoso, que le pisase, creyendo que aquel estaba fingiendo más de la cuenta. Arreciado por la broma, Zarra pisó fuerte el césped justo a unos centímetros de la cara de Álvaro. Escartín, árbito mediático y hombre sin retórica, sacó la roja y lo mandó a la caseta. Menudo disgusto. De nuevo una final de copa y de nuevo una posible derrota por su culpa. Esta vez lo arregló Iriondo y la copa viajó a Bilbao, pero al bueno de Telmo se le quitaron las ganas de volver a hacer una broma.

Sus goles más famosos los hizo con la camiseta roja de la furia, cuatro en un mundial, veinte en total, pero nadie olvidará aquella exhibición ante la Real Sociedad en San Mamés el día que los blanquiazules quisieron asaltar el derbi y Zarra les anotó cinco goles uno detrás del otro. Igual que los cuatro goles que le hizo a Suiza en una soleada tarde de 1951, como lo dos que anotó en su primer partido en la Primera División, nada menos que contra el Valencia de Gorostiza y Mundo, ídolos de otro tiempo que habrían de claudicar ante el poderío del hijo del ferroviario.

Aquel año, el de su debut, el Athletic ganó la liga. Fue el único campeonato liguero ganado por Zarra quien sumaría cinco copas y ganaría el reconocimiento de todo un país. Y pensar que estuvo a un sólo paso de fichar por el Baracaldo. De hecho, llegó a fimar con ellos siendo jugador del Erandio, pero un partido amistoso lo cambió todo. Las federaciones de Vizcaya y Guipúzcoa acordaron jugar un partido entre sus mejores jugadores jóvenes; Zarra, entonces un buen goleador en segunda, afrontó el partido como una prueba y lo terminó con siete goles en su haber. Aquella cifra llamó la atención del director técnico del Athletic quien, presto a reclutar al mejor goleador joven de Vizcaya, se persono en la sede del Baracaldo y pagó los daños y perjuicios. Telmo, el séptimo de una familia de diez hermanos, cumplía su sueño de niñez y se enfundaba la zamarra del Athletic para convertirse en leyenda.

Una leyenda que acrecentó el tiempo y la espectacularidad de sus goles. Tal era su remate de cabeza que un viaje a Suecia de la selección española, se publicitó de tal manera en las calles de Estocolmo: "Vengan a ver la mejor cabeza de Europa después de Churchill". Fue mito y leyenda, epopeya constante y el hombre sobre el que se cimentó la mayoría de los sueños de los niños de Bilbao. Cuando murió de un infarto, en febrero de 2006, la ciudad se paralizó y le guardó un luto respetuoso. No se marchaba un futbolista, se marchaba el eterno número nueve. El hombre que paralizó al mundo y colocó a Bilbao como un punto fijo en el mapa.

El Athletic que encontró Zarra era un equipo destrozado por la Guerra Civil española. Ya no era el equipo que había atemorizado al país durante más de un lustro; los Bata, Unamuno, Gorostiza o Chirri se habían marchado, bien por las secuelas del conflicto, bien por las secuelas de la edad. Tocaba reestructurar el club y el Athletic buscó en los viveros de Vizcaya para relanzar al equipo. Lo consiguió de alguna manera. Zarra ya había mamado el fútbol en casa. Pese al odio de su padre a este deporte, dos de sus hermanos, Tomás y Domingo, habían sido futbolistas de primera división. El primero fue quien resolvió el conflicto entre Athletic y Baracaldo, el segundo fue portero y murió en la Guerra. Aquel dolor le quedó siempre grabado a Telmo; el dolor de la muerte del hermano que, manos firmes, se entrenaba con él en las tapias de la estación intentando detener los certeros disparos de su hermano pequeño.

Aquellos disparos le sirvieron para anotar trescientos cincuenta y cuatro goles en trescientos noventa y tres partidos. Acuciado por la conciencia, antes de retirarse decidió mirar atrás y fichar, con treinta y seis años, por el mismo Baracaldo que no había podido contar con sus servicios cuando apenas tenía veinte. Era una manera de compensar el desplante, una manera de hacer entender que no tenía nada contra ellso pero que las circunstancias le habían llevado a vestir la camiseta del mejor equipo de fútbol del país.

Antes de aquel adiós, ya había recibido un merecido homenaje en la plaza donde más se le había temido. En Madrid, ante un Chamartín abarrotado, una selecta selección de futbolistas de la liga, se enfrentó al Athletic para rendir pleitesía a su mejor jugador. Era el colofón a una carrera que había comenzado cuando fichó por el Erandio y que se había forjado tras los muros de la estación de ferrocarril de Asúa, el lugar donde había vivido su infancia y el lugar donde su padre trabajaba como jefe de servicio. El mismo padre que al que acudieron para comunicar que su hijo le había marcado un gol a Inglaterra para colocar a España en la cima del mundo y que contestó no saber qué era un balón de fútbol. Continuó con su partida y con sus recuerdos. Estaba orgulloso del chico, faltaría más, pero, como los mayores, le había desobedecido queriendo jugar a ese vulgar deporte practicado con los pies.

Para entonces ya no había quien parase su carrera. No tardó en superar a Gorostiza como máximo goleador en la historia del Athletic y anotó tantos goles que estableció una marca que ningún otro futbolista del equipo ha sido capaz de superar. Ochenta y un goles en copa, más que nadie y un doblete en 1943 que le encumbró al cielo de los mejores. En su ocaso, dejó el testigo al joven Eneko Arieta. No era malo, pero no era él. Dijeron que pasaría mucho tiempo hasta que apareciese un futbolista como él. Realmente aún no ha aparecido.

Porque él fue la punta de lanza de aquella delantera histórica formada por Iriondo, Venancio, Panizo, Gaínza y él mismo, porque él fue el tipo que le anotó cuatro goles al Valladolid en la final de copa de 1950, él es el hombre que tiene una calle en el centro de Bilbao, el hombre que regresó de una lesión grave y regresó para volver a ser máximo goleador de la liga, el hombre que anotó veinte goles en veinte partidos con la selección española, el hombre que anotó doscientos cincuenta y un goles en la liga y estableció un rércord que duró cincuenta y nueve años.

El goleador al que, de niño, no le gustaba el área. Prefería jugar de interior o de extremo y dibujar regates para, después, dibujar goles. El área era un terreno minado donde sólo se cocinaban golpes e intimidaciones. Por ello, debió aprender a jugar en aquella zona de guerra una vez descubrió que lo suyo era anotar goles. Practicó el remate y lo perfeccionó hasta convertirlo en sutil. Fue seis veces máximo goleador de la liga española y en lo alto de la ciudad deportiva de Lezama hay un busto con su cabeza al que deben rendir pleitesía todos los jóvenes que, cada mañana, acuden a entrenar. Es el homenaje al hombre de acero.

Pocos olvidaron, en su día, la tarde en la que España se jugaba el pase, a doble partido, para la disputa del mundial de Brasil, aquel en el que Telmo hizo gloria y fortuna. En una eliminatoria que se presentaba dura, Zarra destrozó a Portugual a base de goles y España sacó billete rumbo a Río. Allí, ante los ojos del mundo, y desatado por la euforia, le marcó gol a Estados Unidos, a Chile, a Inglaterra y a Suecia. Mejor carta de presentación, imposible. Ni aún así mereció un homenaje en San Mamés después de su retirada. Lo recibió en 1994, cuarenta años después, cuando le espetó al presidente del club que jamás había recibido el homenaje pactado con la rescisión del contrato. Dicho y hecho. El Athletic compensó la ofensa y al homenaje acudió San Mamés al completo, amén de los jugadores más históricos y el portero Wilkes, aquel al que batió en Maracaná para convertirse en inmortal a ojos de nuestro fútbol.

Era la guinda a una vida que había comenzado a campas de tierra. Allí le llamaban Telmito el miedoso porque no iba al choque y sólo la buscaba en los rincones. Liviano, lento y apocado, hubo de aprender a jugar antes que a competir. Cuando aprendió ambas cosas se convirtió en un cañón de artillería. En una bomba de racimo que asolaba el área y entusiasmaba a las gradas. Un buen hombre que compensó sus goles con los dos gestos más hermosos que un futbolista puede tener sobre un terreno de juego.

Primero fue en un partido contra el Málaga. Tras un choque con el portero Arnau, este queda conmocionado en el área. El árbitro no señala falta y el balón queda franco para que Zarra lo emboque a puerta vacía. Sorprendentemente, lo manda fuera a propósito. Para él no era lícito marcar un gol en semejantes circunstancias. Parecida acción repetiría más tarde en un partido contra el Deportivo en La Coruña. De nuevo un choque, esta vez con el central Ponce y de nuevo el rival se lleva todas las de perder. Cuando Zarra comprueba que el árbitro no señala nada, observa al central dolorido y decide coger la pelota con la mano. El hombre, siempre, por encima del jugador.

El mito, siempre, por encima del hombre.

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