martes, 25 de marzo de 2025

Como Nick Hornby

Para quien no nos entienda les recomiendo leer Fever Pitch, esa magnífica glosa en la que Nick Hornby realiza un recorrido vital a través de sus experiencias como hincha del Arsenal de Londres. Es un libro que no habla de fútbol, sino de sentimientos. El tipo es un maestro con una vida normal y cuya máxima preocupación en la vida es el siguiente partido del Arsenal. La obra alcanza un momento cumbre en el que el protagonista regresa a casa apesadumbrado después de una derrota de su equipo y encuentra a su novia enfadada porque ese día todo le ha salido mal. El único argumento que él esgrime ante ella es que su día ha sido aún peor porque ha perdido el Arsenal.

Me gusta recordar este pasaje siempre que el Atleti consigue que me identifique con el protagonista de la historia. Durante los próximos, en mi monotonía laboral y cuando esté disfrutando de la incomparable compañía de mi mujer y mis hijos, mi cabeza estará irremediablemente en el partido de vuelta de semifinales de Copa. Es algo que no puedo evitar. Y cuando el Atleti caiga panza arriba, si se da el caso, no tendré ganas de escuchar problemas mayores porque como aquel, seré tan egoísta, que para mí no existirá un día peor que aquel en el que pierde el Atleti.

Es muy difícil de explicar. Casi imposible de entender. Pero necesito redimirme de alguna manera. Y si el pozo es aún más hondo, que nadie me venga con sus malos días porque los míos serán aún peores.

viernes, 28 de febrero de 2025

La delgada línea

Los juicios públicos nunca fueron el paradigma de la ecuanimidad, porque allí donde se necesitan análisis, pruebas y mesura, solamente afloran los sentimientos más viscerales y, generalmente, las fobias más arrebatadoras. Por ello, conviene ir con pies de plomo y cabeza fría antes de dictar una sentencia frente a una justicia, la real, que, por más tumbos que de y dudas que genere, finalmente es la que sienta la la cátedra de la opinión.

Otra cosa es, por otro lado, el blanqueamiento. Ese exagerado interés, que roza lo ridículo, por limpiar la imagen pública, desde los medios, de todo aquel futbolista que vista una camiseta de color blanco y juegue en la capital de España. Más allá de las vicisitudes de un portugués en Estados Unidos o los pleitos personales de un francés con un compatriota, conviene aclara que, condenado o no, el defensa canterano del Madrid está imputado por un supuesto delito de distribución de pornografía infantil y que por mucho que repitan que la menor no es una niña, su propia desvergüenza les colocará, para siempre, en el lugar de los tipos más despreciables del planeta.

Y es aquí donde entra la cacería popular hacia la persona. Está claro que si Asencio cometió el delito, debería ser imputado. Que no pasa nada por recordar el motivo de su imputación y que puede que, con el tiempo, haya madurado y se arrepienta de lo que hizo. No lo sé. Pero no caigamos a la altura del barro y nos revolquemos en él deseando la muerte, en plaza pública, de un chico que, pecados aparte, sólo trata de jugar al fútbol. Desear la muerte está feo, por más que el pecado sea del género vomitivo.

miércoles, 12 de febrero de 2025

La pantera

Como un díscolo que busca un minuto de silencio, como un relojero a punto de ajustar la manecilla, como un cirujano antes de perforar la carne, como un arriero que azuza al animal emprendiendo un camino incierto, el goleador vive de un momento de inspiración antes del grito o de un momento de frustración antes de agarrarse de los pelos, porque los tipos con hambre siempre buscan el momento aun cuando sea el fracaso el equipaje de sus fallidas incursiones.

La pantera vivía en el área al acecho de un balón llovido, atenta a la presa que debía dejarse sólo ante el peligro, revisando de reojo la circunstancia antes de ser atrapado por el cazador impío. Aquella pantera era salvaje a campo abierto, y como un goleador frugal, solía conducir la pelota en arrebatos de furia incontenibles. Piernas largas y fuertes, zancada poderosa, torso de madera y un talud en la cabeza donde poder rebotar todas las pedradas llovidas del cielo.

General de los ejércitos del sur, raza negra orgullosa de su sangre y ritual de tribu antes de soltar el zapatazo mortal. George Weah henchía el pecho, desgarraba la voz y los súbditos del cielo bajaban a la tierra para aplaudir cada una de sus genialidades. No gustaba de hacer prisioneros, ni de buscar aliados en el área, porque incluso más allá de los confines de la realidad, era capaz de arrancar desde cero y ponerse a cien en pocos segundos. Y allí, donde el motor y el viento se convertían en aliados del poderoso, era capaz de abrir bocas ajenas y de sellar los labios de sus enemigos, porque cada gol era un bocado de realidad y un proceso abierto hacia la locura.

Fue balón de oro cuando Europa dejó de ser un reducto propio y fue, sobre todo, embajador de un fútbol que dejó de ser exótico para convertirse en necesario. Aquella bestia que amargó la vida de tantos aficionados españoles cuando vivía su romance en París, se convirtió en exitoso rey del mundo cuando vistió la camiseta del poderoso Milan. Allí conoció lo máximo; la gloria, el anverso y el reverso. Después de aquello su luz se apagó despacio, pero dejando siempre la sensación de que podía haber sido el tipo más imparable del planeta.


lunes, 13 de enero de 2025

Naturalidad

Partiendo de la lógica base de que para jugar en la élite has de contar unas aptitudes asombrosas, los que sabemos disfrutar el fútbol sabemos que el juego está compuesto por dos clases de futbolistas; los esforzados y los talentosos. Sin desdeñar su parcela de talento, en los primeros reconocemos a esos tipos circunflejos que chocan en cada disputa, que arrastran su cuerpo por el césped en busca de un gramo de gloria y que saben que, si dejan una gota de sudor en la frente, el puesto de titular puede ser entregado a otro compañero igual de ansioso por disputar cada gramo de juego.

Los talentosos, sin embargo, más allá de la premisa que dicta que sin trabajo no hay frutos, viven más del detalle, de la capacidad para manejar los tiempos, del golpeo mágico y del regate preciso. Entre estos, fieles abonados al aplauso y, muchas veces, injustos condenados por la duda, existe un pequeño círculo de jugadores a los que, de natural, les sale todo tan sencillo que llega a parecer hasta fácil.

En la naturalidad reside la verdadera magia del asombro. Entre esos tipos que jugaban tan bien que parecía que no les costase trabajo, hemos encontrado a prestidigitadores tan solemnes como Zidane, Iniesta, Ibrahimovic o Benzemá; tipos que casi sin mirar la pelota sabían donde terminar siempre la jugada. Entre ellos, fiel aspirante al olimpo de los dioses, se ha colado un talentoso extremo de raíces magrebíes que en apenas un año ha levantado tantas expectativas que ya todos le miran como el futuro dueño del juego.

Lamine Yamal no es un extremo al uso que busca la profundidad y el centro catedralicio, porque más allá de las condiciones innatas para la conducción y el regate, ha adquirido una capacidad ingobernable para entender el juego. En su parcela del terreno, escorado a la banda derecha, sabe iniciar el desmarque hacia afuera si se quiere profundidad o retrasar su posición hacia el centro si lo que se busca es el auxilio. Sabe moverse, filtrar, aparecer y ahora, ya, hasta anotar. Es un futbolista tan precoz que le ha bastado apenas un año en la élite para consagrarse como uno de los mejores. Una nueva perla cosechada en esa fábrica de urgencias que, una vez más, como ya lo hizo en el pasado, está dispuesta a rescatar al Barça de sus peores augurios.