El tipo que jugaba andando se movía con pasos de lince al acecho. Un 
trote cochinero que le habría convertido en una víctima propiciatoria en
 una jungla de demagogos y que, sin embargo, terminó por definirle como 
un tipo diferente. Le gustó enfrentarse al mundo, más que nada porque no
 paró de enfrentarse a sí mismo. Le gustaba la mirada torva y la palabra
 escueta. Era frecuente encontrarle con un cigarrillo en los labios e, 
incluso, en las fiestas de guardar con alguna cerveza
 en la mano, pero en el césped era el jefe de la tropa. Miraba de 
soslayo y ocupaba la parcela ancha. Raramente se movía de allí, 
raramente perdía una pelota, raramente no era la primera opción de 
salida para sus compañeros.
Para triunfar siendo lento hay que reunir dos condiciones primordiales;
 la primera, es un pie de seda. La segunda, una inteligencia superior. 
Con esas dos condiciones, aplicadas en un grado superlativo, Stefan 
Effenberg, se convirtió en el cacique central de uno de los más 
poderosos Bayern de la historia. El equipo que jugó dos finales de 
Champions consecutivas y que se partió el lomo en varios duelos a vida o
 muerte contra un gran Real Madrid. Allí saltaban chispas y fogonazos; 
allí, donde las batallas morían en el área, se ganaban en el centro del 
campo gracias a tipos con cabeza fría y los pies calientes. El 
magisterio de Effenberg era sencillo de aplicar pero complicado de 
contrarrestar. Siempre libre, jugaba a uno o dos toques y volvía a 
aparecer para cambiar el juego a una de las dos bandas. Una y otra vez. 
Aunque era lento, aunque no era hábil, era el mejor de todos porque 
todos sabían que de sus pies saldría, alguna vez, el pase o el disparo 
definitivo.
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