martes, 13 de octubre de 2020

Oro, plata y bronce

La carrera por ser el mejor destapa todo tipo de filias pero, sobre todo, destapa todo tipo de fobias. Siempre hay que posicionarse porque si no lo haces eres un simple tibio o un simple ignorante, pero si lo haces, has de saber que si tienes un elegido, automáticamente estás despreciando a los demás, porque así se mueven ellos, sólo les vale su punto de vista y este, generalmente, está siempre relacionado al color de la camiseta por la que tifan.

Durante varias temporadas hemos disfrutado, en exclusiva, del show interminable de los dos tipos que han devorado las estadísticas del fútbol mundial. Los que se alineaban con Messi por estética eran reprendidos por los fans de Cristiano, quienes, estadísticas en mano, machacaban cualquier intento de defensa de La Pulga. Los que, sin embargo, optaban por admirar a Cristiano por encima del resto, eran considerados unos ineptos. En lugar de alabar las virtudes se dedicaban a destacar los defectos; no gana nada con su selección, sólo mete goles de penalti, no es nadie sin Xavi e Iniesta, sólo sabe empujar balones. Y así, mientras el tiempo devoraba a sus ídolos, se fueron haciendo daño por dentro sin terminar de disfrutar a dos jugadores que jamás volverán a ver.

Para poder meter en el juego a un tercero en discordia y poder, al mismo tiempo, lanzarle al abismo de lo inasumible, el factor mediático se sacó a un Griezmann de la cartera después de que Simeone le hiciese rendir por encima de sus posibilidades. Que aquello era más trabajo de un técnico y exceso de confianza de un jugador, más que talento puro por el juego, se demostró el día en el que el francés dejó Madrid para convertirse en siete de copas de una baraja sin ases. En ese momento, juguete roto por la inmediatez del relato, pasó a convertirse en comparsa de tipos que buscaban a alguien nuevo a quien engrandecer. Con Cristiano fuera del Madrid, Griezmann fuera de juego y Messi fuera de forma, tocaba reinventar el cuento y encontrar nuevas piezas para componer su nuevo podio en el olimpo de los dioses.

Para el reparto de medallas, han fabricado tres ídolos de metal que, en apariencia parecen sólidos y que sólo el tiempo será capaz de dilucidar si son de cartón piedra y terminan abandonados en el basurero del olvido. En el Barcelona asombra Ansu Fati, un príncipe de ébano que aprende a mil por hora y ejecuta sin miedo al vértigo; sabe jugar al espacio y sabe jugar con el espacio, tiene gol, verticalidad y ese toque mágico de los llamados a marcar época. En el Atlético se frotan los ojos cada vez que Joao Félix se apunta al festival del fútbol; mermado por la irregularidad, su juego es tan sencillo que sólo necesita recurrir a la visión de juego para fabricar caramelos en sociedad. En el Madrid, por su parte, siguen incidiendo en la capacidad de desarrollo de Vinicius; un tipo que ha convertido el regate en razón de ser y que, si termina encontrando el gol, gobernará partidos con la camiseta más importante de la historia, lo que no es poca razón de ser.

De tal manera se presenta el podio de lo que puede ser y quizá no sea, porque más allá de lo nuestro no nos interesa nada; no queremos M'bappe, Halaand o De Bruyne que estropee nuestro relato. La Liga necesita vender un producto devaluado y, para ello, centra sus esfuerzos en tres adolescentes con pinta de cañón y pólvora dispuesta. De los tres, Félix saldrá por patas en cuanto el Atleti huela el negocio y Mendes dicte ordeno y mando, pero Fati y Vinicius querrán mantener un mano a mano que volverá a dividir a un país, a dos aficiones y, sobre todo, a una parte de la prensa que está deseando volver a fabricar una trinchera. Ya saben, o conmigo o contra mí, nada de con ambos a la vez.

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