martes, 18 de septiembre de 2018

La sala de estar de la memoria

Los inmortales son, a menudo, tipos de pellizco en el alma y descaro en las piernas. Esos hombres que han dibujado el fútbol detalle a detalle y lo han encumbrado al olimpo de los deportes. Un puñado de elegidos que viven en la memoria popular y cuyas gestas englosan las líneas de las historias más emotivas.

Pero hay otros tipos que llegan al corazón gracias al tesón y la entereza moral. Son esos hombres que llevan grabado en la piel el escudo que defienden. Jugadores de toda época que juegan para la grada porque saben que algún día volverán allí.

Imanol Aguirretxe nunca fue el mejor delantero del mundo. Probablemente nunca lo pretendió, pero pocos futbolistas son capaces de marcharse por la puerta delantera glosados de honores. Quien lo hace, lo consigue por ser un tipo sincero en el juego y abnegado en la entrega.

Aguirretxe formó parte del equipo que sacó a la Real Sociedad del pozo de la segunda división. Acuciado por una crisis de identidad atropellante y secuestrado por una sucesión de gestiones nefastas, uno de los históricos se vio abocado al infierno y allí hubo de encontrar a hombres dispuestos a defender la camiseta.

Aguirretxe fue uno de ellos. Arropado por tipos como Prieto, Elustondo, Bergara o Zurutuza, hubo de cambiar el signo de los objetivos para centrarse en pelear en el barro. Lo hicieron, y fue Aguirretxe el tipo al que se agarró el equipo para adornar el regreso a la élite con goles. Fueron goles de batalla ganada, de cabezazos imposibles, de cuerpeos interminables.

Allí pasaron Griezmann, Vela, Seferovic o William José. Todos dejaron huella, todos arrancaron aplausos y levantaron a Anoeta de su asiento, pero ninguno se ganó las lágrimas de la gente como Imanol Aguirretxe. Porque los nombres pasan de largo firmando en el libro de la historia, pero los hombres se quedan para siempre en la sala de estar de la memoria.

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