viernes, 11 de enero de 2019

Cabeza de plomo

Al húngaro Sandor Kocsis le llamaron cabeza oro, allá en los cincuenta, por su fabulosa manera de remtar con la testa. Eran años de evolución y cualquier tipo que pisara el terreno de la innovación era aplaudido como un pionero. Los balones pesaban, las costuras cortaban, el cuero era duro y, sin embargo, existían tipos que desafiaban al miedo y jugaban con la cabeza como si fuese una extensión de la misma pierna.

El fútbol, como cualquier otro gran deporte de masas, está sujeto a la evolución contínua. Lo inmaterial fue evolucionando y lo material fue cambiando. Aparecieron futbolistas más fuertes, más rápidos, mejor preparados y aparecieron, también, céspedes mejor cuidados, reglamentos más adaptados y balones más adecuados. Todo ello con el fin de proporcionar el mejor espectáculo.

En los albores de ese fútbol extracontemporáneo, apareció un delantero de corte clásico; movimientos hoscos, remates secos y una extraña facilidad para encontrar el gol en los balones más inverosímiles. Sandor Kocsis había sido cabeza de oro por ser pionero en un arte etéreo en su relación calidad fuerza. Mario Jardel fue cabeza de plomo porque su testa era una aleación de un metal fuerte y consistente. Un martillo pilón que machacaba una y otra vez las porterías contrarias.

Mario Jardel despuntó en Gremio de Portoalegre donde se convirtió en el mito que ganó la gloria de la Copa Libertadores, se consagró en Oporto a base de goles imposibles, se hizo mito en Galatasaray en una temporada de ensueño y regresó a Portugal para beatificarse con la camiseta del Sporting. A partir de ahí llegó un declive lento y largo, un periplo por equipos de segunda fila que le permitieron seguir viviendo del fútbol pero no para volver a alcanzar la gloria. No fueron más de ocho años de esplendor, pero cuando fueron, se convirtió en carne de videoclip y en uno de los tipos más queridos por el universo fútbol, porque el kilo de goleador siempre se ha cotizado alto.

El balón llegaba generalmente por alto, sus compañeros le conocían, y Jardel ganaba el centro del área con el conocimento que da el oficio; siempre saltaba más, o saltaba antes o saltaba en el momento preciso. Y sus cabezazos eran una inversión segura. Siempre al ángulo, siempre perfectos, casi siempre celebrados como gol. Con el pie no era torpe en el remate, aunque le costaba la conducción y no era fino en el regate, pero fue un goleador espléndido. Promedió más de un gol por partido en Portugal y casi un gol por partido en Brasil y Turquía. No se le podía pedir más. Y el no pudo dar más de sí. Fue corto, pero muy muy intenso.

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