Hay estampas que te marcan la vida. Pequeños objetos, sin más valor que
el sentimental, que te hacen recordar siempre un momento, un instante,
una situación. Cuando me hablan de Alberto Górriz, yo vuelvo a estar en
la terraza de mi casa. Aquel cromo, tan deseado como imposible, apareció
en el último sobre de la última compra del verano.
Yo era un niño común en la España de los ochenta. Bocadillo a media
tarde y un rato de fútbol en la calle después de los deberes. En verano,
como la mayoría de los niños del barrio, coleccionaba los cromos de la
liga de fútbol. Las colecciones eran frustrantes porque, más allá de
algún logro personal, generalmente el álbum quedaba muy lleno pero
siempre incompleto. Eso fue así hasta la temporada 1988-89. Yo ya tenía
doce años y mi habilidad para negociar había ido en aumento. Así, entre
compras e intercambios, llegué al comienzo de temporada con todo mi
álbum repleto excepto un sólo cromo; Alberto Górriz, defensa central de
la Real Sociedad.
Aquello, desde luego, no parecía misión imposible. No era un último
fichaje y no tenía por qué ser un cromo difícil de conseguir. Pero vaya
si lo fue. Bajaba a la calle, cambiaba de barrio, iba de un parque a
otro, y ningún niño tenía a Górriz. Llegué a ofrecer todo mi taco de
cromos repetidos. Eran bastantes. Con muchos de ellos, para iniciar
nuestra propia competición, confeccionábamos equipos de chapas haciendo
el redondel con monedas de veinticinco pesetas. Pero esa es otra
historia.
Mi historia termina una tarde finales de agosto. Mi padre me dio cien
pesetas y yo compré cuatro sobres. No solían ser tan espléndidos
nuestros progenitores, pero había días en los que les pillabas de buenas
o simplemente ellos consideraban que te los habías ganado. Compré
cuatro sobres pensando que serían los últimos del verano, que empezaría
la liga y la colección terminaría. Y quedaría ese hueco en blanco
correspondiente a Górriz, defensa central de la Real Sociedad. Pero
Górriz apareció en el último de los sobres. Creo recordar que fue el
segundo cromo, quizá el tercero. Recuerdo una sensación de júbilo
contenido y una ilusión como recuerdo pocas. Los logros, en la infancia,
se sienten el doble y se recuerdan el triple. Seguramente sea eso lo
que me lleve a exagerar, pero aquel momento fue uno de los más felices
de mi vida. Parece inexplicable, pero es así.
Y es que existen pequeñas estampas, pequeños momentos que nos marcan la
memoria. Una fuente de agua en el parque para apagar la sed, un gol en
el descampado contra la pandilla rival, un tebeo de Tintín en la
biblioteca municipal y un último cromo para completar una colección. La
infancia es el lugar de los sueños y la madurez es, simplemente, el
lugar de los recuerdos.
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