jueves, 31 de enero de 2019

Vientos de Levante

Pepe no era un futbolista especial. No era el tipo de jugador por el que preocuparse en demasía; era correcto, era esforzado y mantenía la ilusión intacta, pero, a sus veintiocho años y molido por las lesiones, sabía que su meta ya había sido alcanzada. Alguien de su club, el Alicante, le sugirió tomar las riendas del equipo filial. "Te gusta el juego y tienes dotes de mando. Puedes probar". Y probó.

El filial estaba en categoría regional. El chaval tendría que seguir trabajando por su cuenta para ganar un dinerillo extra, pero el gusanillo del banquillo se había metido dentro de él. Quedaron campeones de grupo y subieron a Preferente. No estaba nada mal teniendo en cuenta que el techo del primer equipo estaba en la Tercera División, sólo un escalón por encima.

Y allá fue. Entrenó en tercera, con los mayores, durante la temporada siguiente. Era 1994 y Romario había deslumbrado al mundo. Quedaron décimos y algunos llegaron para darle una palmada en la espalda. "Lo has hecho bien, no te preocupes, pero tienes que foguearte". Tenía treinta años y toda la ilusión del mundo. Benidorm, Elda y El Campello fueron sus paradas. Balas de cañón en pistolas de fogueo. Fue cumpliendo objetivos al tiempo que iba bajando escalones ¿Acaso nadie iba a ver su potencial? Entonces, cuando menos lo esperaba, volvieron a llamarle desde su casa. "Necesitamos que vuelvas".

Y allá fue Pepe Bordalás con la maleta cargada de sueños. Al equipo no le había ido bien sin él y él ya era otro hombre. Más curtido, más hecho, más entendido. La Preferente no era lugar para aquel Alicante y el entrenador lo devolvió a Tercera. Aquel podía ser un buen lugar, pero a aquellas alturas, todos querían más. La temporada fue fantástica y el equipo jugó la promoción de ascenso a Segunda B, pero no pudo ser. Perdieron contra el Mataró y se vieron obligados a volver a empezar. Pero la historia de los insistentes es la historia de los triunfadores. El año siguiente, el Alicante fue campeón y cobró su billete de ida a la Segunda División B. Una vez allí ¿Por qué no seguir soñando? El equipo fue sexto ¡Sexto! Tres años antes estaba en Preferente y ahora soñaba con un ascenso a Segunda. Toda una proeza.

Pero las relaciones se gastan y las aventuras surgen. Bordalás dijo adiós con el corazón encogido y se enfrascó en un proyecto fallido. Sólo un mes duró en Cáceres y de allí volvió a su tierra. Su querido levante que tanta vida le había dado. Media temporada en Novelda donde salvó la categoría y regreso a Alicante. A los hijos pródigos siempre se les recibe con pasión. El equipo era un tiro; la clase de Patri, el trabajo de Nacho Sierra, los goles de Ribera, el fútbol de Mantecón y la línea defensiva liderada por Pelegrín y Albácar. Un once de memoria que se instauró en la memoria colectiva. Quedaron campeones de grupo y hubieron de enfrentar su fortuna contra el Lorca Fútbol Club.

El Lorca era un equipo dispar que, a mitad de temporada, se había visto obligado a prescindir de su entrenador. El elegido para sustituirle fue el cerebro del equipo; Unai Émery. El chico que un día antes había jugado como centrocampista y que, carnet de entrenador mediante, aceptó la oferta de su presidente. Todo un reto. Fue una temporada singular, empezaron mal, se asentaron y terminaron de manera formidable. Tanto que finalmente consiguieron consolidarse en el cuarto puesto y ganar el derecho a jugar la fase de promoción de ascenso a segunda.

Había buenos mimbres; el siempre prometedor Perona, el magnífico Ramos, el hábil Huegün, el veterano Iñaki Bea y el potente Gerard Bordás; todos llegaban de vuelta después de haberse convertido en promesas inacabadas y haber buscado su futuro en las entrañas del fútbol profesional. Todos habían encontrado su lugar en el mundo desde el momento en el que su excompañero Unai había hallado la tecla correcta desde el banquillo.

El Lorca ganó en casa por un gol a cero. El Alicante fue correoso, competitivo, duro, muy difícil de ganar, pero aquel resultado le obligaba a jugar más abierto en el partido de vuelta. Y lo pagó. Castellanos y Perona castigaron su hígado por dos veces y el dos a uno final terminaba con el sueño del mejor Alicante de la historia y ponía al Lorca de cara al partido final ante el Real Unión de Irún.

Daba la casualidad que Émery era natural de Irún. Que su padre y su abuelo habían jugado en el Real Unión y que tenía que jugarse el éxito y el prestigio en el estadio donde tantas veces había soñado convertirse en futbolista. Los paradigmas del fútbol, como los de la vida, están escritos en designios imposibles de descifrar. Y aquella tarde, para desgracia de Unai, todo estaba en contra. El Real Unión era un equipo compacto que jugaba de memoria y que había ganado en Lorca por un gol a dos con dos goles de Sukia, su killer del área. Así pues, todo era una fiesta en el Stadium Gal aquella tarde de junio de 2005.

Pero el sueño se tornó en pesadilla cuando, recién comenzada la segunda parte, Perona ponía el cero a dos en el marcador. A raíz de ahí, todo fue remar y no llegar hasta que en el minuto noventa y seis, tras un descuento muy protestado por los lorquinos, Sukía, otra vez, machacaba las ilusiones que ya viajaban a Murcia, poniendo el uno a dos. Habría prórroga y el Lorca habría de afrontarla con diez jugadores tras la expulsión de Iñaki Bea en la falta previa al gol irundarra.

La prórroga fue una agonía entre dos equipos agotados. El Real Irún físicamente y el Lorca anímicamente. En aquel lugar sólo cabían la suerte, la esperanza y la valentía. Corría el minuto ciento doce y Juan Carlos Ramos, más audaz que nadie, prefirió lanzar la pelota a puerta antes que seguir conduciendo. El Lorca se estaba defendiendo con uñas y dientes y aquella salida al contragolpe era una de sus últimas esperanzas. El plan era defenderse lo mejor posible y llegar lo más dignamente posible a la tanda de penaltis. Pero aquel disparo de Ramos cogió un efecto extraño, Otermin no supo controlar la trayectoria y, para asombro de unos y desesperación de otros, se coló en la portería del Real Unión.

El Lorca estaba en primera. Aquello era más que un sueño porque apenas les había dado tiempo a soñar. No hacía ni cuatro meses andaban peleados con el mundo y ahora eran jugadores con pleno derecho a jugar en la Liga de Fútbol Profesional. Irún era una tumba de silencio. El viento avivaba los sollozos y en el fondo, en un rincón del césped, los jugadores del Lorca celebraban su machada. Emery, el entrenador, tenía sentimientos encontrados. Había conseguido el objetivo pero a qué precio. Su ciudad, su equipo, su infancia.

Los clubes, como vasos comunicantes, llevaron caminos paralelos en momentos diferentes. El Lorca aguantó dos años en segunda, cuando bajó, Emery ya había cogido el tren de Primero. Un año después, el Alicante consiguió ascender ya sin Bordalás en el banquillo y, como en una montaña rusa, cruzó sus caminos, uno hacia abajo y otro hacia arriba, con el Real Unión de Irún, quien ascendía a Segunda en el verano de 2009.

Aquellos entrenadores que se cruzaron en la fase de ascenso a segunda de 2005 son hoy protagonistas por derecho propio. Pepe Bordalás entrena al Getafe en Primera División y no paran de lloverle elogios. Manix Mandiola, tras media vida en los banquillos del País Vasco, lucha de nuevo, por un ascenso a segunda, desde el banquillo del Club Atlético Baleares. Y Unai Emery, después de una exitosa etapa en Sevilla, ha dado el salto a la Premier para entrenar al Arsenal.

Porque el éxito no vive tanto en el resultado como en el trabajo. O, acaso, una cosa es consecuencia de otra. Sabios constantes, acaparadores de fe y profetas de un verbo que no se extingue. Aquel año soplaron vientos de levante y el tiempo ha seguido soplando con aires de gratitud. Porque el fútbol, más allá del glamour, también fabrica héroes.

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