miércoles, 2 de enero de 2019

Talento y descaro


Solo para quien haya sido coetáneo del erial que vivió el fútbol español en los años setenta y ochenta, está conceptualmente preparado para recordar la dimensión que adquirió Emilio Butragueño en una época en la que la selección topaba siempre con muros infranqueables y nuestros equipos se estrellaban siempre que se encontraban en Europa con los portentosos alemanes o los infranqueables italianos.

Ante aquel panorama de invisibilidad, la figura de Emilio Butragueño significó un oasis de esperanza para nuestros corazones. Por vez primera en muchos años, un futbolista español se colaba en las listas de candidatos a los grandes premios; desde su debut al estrellato definitivo hubo algunos goles memorables y, sobre todo, una actuación inolvidable en el partido de octavos de final en el mundial de México; en aquella noche española en la que los niños trasnochamos para ver su exhibición ante la gran Dinamarca de Michael Laudrup, Morten Olsen y Elkjaer Larsen.

La presencia de Butragueño se convirtió en habitual de las tertulias de sobremesa. Era un chico guapo, educado, discreto y que jugaba al fútbol con una inteligencia pocas veces vista. Y además ganaba, y ganaba mucho. Lideró, junto a sus amigos del Castilla, un equipo que conquistó cinco ligas consecutivas y, además, entusiasmó al madridismo gracias a un fútbol de alta escuela y cientos de goles de bella factura. Y aunque aquel equipo se siguió estrellando contra los portentosos alemanes y los infranqueables italianos, dejó el poso de un fútbol que poco a poco se fue imponiendo en una liga que, años atrás, gustaba de balones largos, posesiones cortas y jugadores corajudos.

El declive de Emilio Butragueño coincidió con el declive de aquel equipo inolvidable. Llegó Cruyff para revolucionar el fútbol y la victoria tomó el puente aéreo por vez primera en muchas décadas. De repente, las jugadas dejaron de trenzarse, los regates dejaron de salir y los goles desaparecieron en vanos intentos que no alcanzaban el área. Cuando el duende se apaga, la depresión invade al grupo. Fue por ello por lo que cuando Jorge Valdano se hizo cargo del Madrid como entrenador, tuvo claro que toda resurrección pasa por una sonora revolución. Sentar al ídolo no era fácil; Butragueño llevaba once años en el primer equipo, había ganado una docena de títulos y había anotado más de ciento setenta goles. Pero, sobre todo, quedaba el recuerdo del tipo que les hizo soñar en grande después de muchos años. Por ello, si alguien habría de sustituirle, debía ser un jugador que, de verdad, valiese la pena.

Un futbolista que llega desde atrás debe reunir dos condiciones; talento y descaro. Al futbolista de la cantera, a la larga, le mirarán con la lupa de la exigencia. El Real Madrid ha devorado tantas promesas que creer en un chico nuevo era más un ejercicio de autoconvencimiento que de ilusión propiamente dicha. Pero Raúl llegó para quedarse. Y vaya si se quedo.

Si algo quedó claro desde el primer día es que Raúl no era Butragueño. Venía para heredar el número siete, pero sus características eran diametralmente opuestas. Butragueño vivía de la pausa, de la combinación, de la generosidad. Raúl, sin embargo, era mucho más voraz. Superaba en el juego sin balón a su predecesor, era menos hábil pero sabía cómo encontrar el gol desde cualquier rendija.

Pasado el tiempo, la perspectiva nos presenta a un futbolista de época. Si algo tuvo Raúl para asentarse en la élite, fue su enorme capacidad para no demostrar sus debilidades. Cómo no era veloz, buscaba el espacio en el área, como no era fuerte, jugaba generalmente a un toque, como miraba a los porteros antes de recibir el balón, generalmente lo colocaba en lugares imposibles, como intuía el movimiento de los defensores, siempre llegaba el primero al remate, al rechace y al desmarque. La intuición, ese sexto sentido que separa a los buenos de los mejores, la manejaba con precisión de cirujano.

La luz propia, como terminó ocurriendo con Butragueño, terminó apagándose y el duende se esfumó el día que fue consciente de que ya no estaba para ser titular en el Real Madrid. Tomó la decisión de marcharse antes de verse relegado a un banquillo, pero entonces había dejado un legado en forma de títulos. Sus goles, a menudo decisivos, ayudaron al Madrid a reconquistar Europa, esa quimera que durante años se había quedado en el baúl de los sueños, interceptada por el ímpetu de los portentosos alemanes y la profesionalidad impertérrita de los infranqueables italianos. Y a pesar de todo, aguantó de pie, manteniendo la ambición, ante el declive tormentoso de aquel equipo galáctico.

Se marchó un tipo que, conceptualmente, entendió el fútbol como una forma de vida. Sabía vivir del momento y tuvo muchos momentos de esplendor. El chico talentoso y descarado terminó convirtiéndose en leyenda, siempre en fiestas de honor con mono de trabajo. Y, cuando todos creíamos que su cuerpo había dicho basta, se marchó a la física Bundesliga para seguir demostrando que los portentosos alemanes podían seguir cayendo rendidos a sus pies. Finalmente, se dio el gusto de decir adiós desde el equipo que afamó Pelé en los años setenta. Los mitos, al final, terminan emparejándose. Y es que el fútbol no entiende de fronteras, pero sigue teniendo memoria.

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