jueves, 17 de enero de 2019

El toque de distinción


Los años noventa fueron duros para el fútbol. El triunfo del modelo italiano a nivel de clubes se tradujo en cientos de equipos intentando imitar la fórmula maquiavélica. Hubo más bostezos que goles y más nostalgia que necesidades. Se perdió la velocidad mental y comenzó a gestarse el futbolista del futuro; más fuerte, más rápido, más voluntarioso, pero menos técnico. Los que vivían del talento fueron arrinconados en su pequeña parcela y perdieron el poder de gobernar para dedicarse, exclusivamente, al poder de decidir. Como no siempre estaban en disposición de acertar, fueron siendo relegados a un lugar donde la sospecha era constante y la exigencia era desproporcionada.

Aquellos mundiales fueron un soberano homenaje el aburrimiento. Alemania ganó con la táctica y Francia remató con el músculo. Entre medias, todos hubimos de sacarnos los ojos para intentar comprender que hasta Brasil había mutado. Los centros del campo se llenaron de Dungas y solamente algún Romario era capaz de ofrecer un servicio distinto al cliente. El problema fue cuando al cliente le lograron convencer que aquello de la calidad estaba sobreestimado y que valía más el fin que los propios medios.

En aquel mundial del noventa y ocho explotó una generación de tipos anárquicos que venían dando guerra desde que en el ochenta y siete se habían consagrado como campeones del mundo en categoría juvenil. Desde entonces habían tenido que sufrir una de las guerras civiles más cruentas de la historia y la disgregación de un país en varios estados diferentes. Uno de ellos Croacia, siempre había destacado por el perfil técnico de sus deportistas. En cada una de las selecciones deportivas yugoslavas habían aportado su granito de diferenciación: En waterpolo habían aportado a Bukic y Bebic, en balonmano a Cavar, Goluza, Saracevic y Smajlagic, en baloncesto a Petrovic, Kukoc y Radja y en fútbol a Suker, Boban y Prosinecki.

Pero hubo un jugador que no pudo acudir al mundial de Francia cuando estaba en su mejor momento. Una grave lesión meses antes de la cita le dejó con las ganas de mostrarse ante el mejor escaparate. Ningún jugador de aquella Croacia que terminó como tercera en el mundial, afrontaba el campeonato en el estado de forma que lo hacía Alen Boksic.

Boksic era rápido, listo y certero de cara a puerta. Un delantero completísimo que vivía al borde del fuera de juego y servía para la definición y la ayuda. Cuando se echaba hacia atrás, era capaz de combinar con el centro del campo para aclarar la jugada e, inmediatamente, iniciaba un desmarque letal. Indetectable y casi inaccesible en el área, donde pensaba rápido y ejecutaba bien. La estrella de un Lazio que se presentaba ante el mundo con ganas de conquistarlo y la pareja perfecta de Davor Suker en una selección croata que soñaba con la gran campanada.

Era un fútbol demasiado físico y demasiado táctico como para no tener en cuenta a los tipos que intentaban hacerlo diferente. En la época dorada del Calcio, los mejores jugadores del mundo jugaban en Italia y sus equipos lo ganaban todo. Todos eran una máquina perfecta de defender y una trituradora resultadista cuando salían a Europa. Y todos tenían un pequeño genio para el que diez compañeros trabajaban a destajo. Un Baggio, un Zola, un Savicevic, un Del Piero. Y entre ellos, durante un par de años, se coló un croata que llegó como campeón de Europa y se marchó con la espina de no haber podido disputar el mundial que le hubiese consagrado como estrella mundial.

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