jueves, 25 de octubre de 2018

Balones de oro: Florian Albert

El hijo del herrero se convirtió en futbolista y el futbolista terminó convirtiéndose en estrella. Lo que nadie pronosticaba es que la estrella, con el tiempo, terminaría convirtiéndose en leyenda. La vida de los humildes está trufada de pequeños momentos que, gota a gota, van rellenando el vaso de la mitificación. Florian Albert no ganó nada con su selección, es más, jamás pasó de los cuartos de final de un mundial y, sin embargo, sigue siendo idolatrado como el mejor jugador de la historia del Ferencvaros. Allí, donde jugó desde su adolescencia, se retiró con honores mientras las alabanzas recorrían cada rincón del planeta. Le conocían como "El Emperador", y como un César en tierra magiar, supo gobernar su ego convirtiendo su fútbol en denominación de origen.

Albert tenía doce años cuando Hungría perdió la final del mundial de Suiza. Aquel día decidió ser futbolista de verdad. Aprendió a moverse sobre el campo como lo hacía Hidegkuti, el tipo que volvía loco a los defensas con sus movimientos improbables. Tras la huída a occidente de la mayoría de estrellas de aquella selección, el fútbol húngaro se quedó huérfano de estrellas. Entonces apareció Albert, casi adolescente, con la camiseta verde del Ferencvaros. En el lugar idóneo y el momento preciso. Allí ganó cuatro ligas pero, sobre todo, ganó el respeto de la mayoría de aficionados al fútbol. Verle jugar era como disfrutar del mejor espectáculo de baile.

Así lo expresaron los aficionados ingleses, aquellos que ya habían quedado asombrados por la magia húngara en el inolvidable partido del siglo de 1953, el día que Hungría derrotó a Brasil en Goodison Park. Cuando Albert dio la tercera asistencia de gol, la gente se puso en pie y comenzó a corear su nombre. Quedaba claro que, Pelé ausente, el fútbol más espectacular se jugaba en los pies de aquel chico húngaro.

Pero Albert ya había jugado un mundial antes de aquel de 1966, había sido en Chile, cuatro años antes y, pese a no superar la barrera de los cuartos de final, había terminado el torneo como máximo goleador. Y es que Albert, un futbolista fino y elegante como muy pocos, había sido, ante todo, un magnífico goleador. Era un diez que goleaba como un nueve, un jugador que conocía los espacios y atacaba desde atrás. Avanzaba tirando paredes y con conducciones vertiginosas y, generalmente, era el finalizador de sus propias jugadas gracias a su terrible disparo con ambas piernas. Tan impresionante fue su legado que, poco después de retirarse, el estadio de Ferencvaros fue rebautizado con su nombre.

Aquellos cuatro goles en Chile provocaron que su nombre fuese apuntado en todas las agendas. La Copa de Ferias de 1965 ganada en un inolvidable partido a la Juventus bajo la lluvia de Turín, le consagró como un futbolista importante. Y la exhibición ante Brasil en la fase de grupos del mundial de Inglaterra terminó de consagrarle como ídolo. De aquella manera, era sólo cuestión de tiempo que la fortuna del reconocimiento terminase llamando a su puerta. En vísperas de la Navidad de 1967 una llamada le anunció que iba a ser galardonado con el Balón de Oro que le acreditaba como mejor jugador europeo del año. Y es que, pese a la ausencia de grandes logros, Albert dignificaba el juego como pocos sabían hacerlo. Decían que se arrugaba ante los duros marcajes y que, en muchas ocasiones, los grandes escenarios le superaban, pero cando tenía el día bueno era un auténtico escándalo. Conocía el juego y lo jugaba como nadie. Dormía la pelota y la manejaba como ninguno.

Jugó en setenta y cinco ocasiones con la camiseta de su país, con la que anotó treinta y un goles, a sumar a los doscientos cincenta y cinco que anotó con Ferencvaros en los dieciocho años que vistió su camiseta. Con dichos números, es difícil no imaginar por qué se convirtió en ídolo. Pero su legado llegó más allá de las estadísticas. Fue un caballero de la pelota que jamás fue expulsado y, por su forma de jugar, el diario inglés  "The Independient", le bautizó como "el aristócrata del deporte".

Su estrella se fue apagando, poco a poco, desde que el Leeds le ganase al Ferencvaros la final de la Copa de Ferias de 1968, pero atrás quedaba el recuerdo de las grandes noches europeas cuando, cada vez que un equipo visitaba el estadio de Ferencvaros, asistía, asombrado, a la exhibición imponente de un tipo que entendía el fútbol como un juego y que hacía del juego un espectáculo. El hombre que sacó a Hungría de su letargo después de que la nostalgia sumiese al país en un amago de depresión.

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