Hay tres protagonistas. El primero es Lopetegui. Su
continuidad en el cargo depende de la agilidad del club para encontrar
un sustituto. Y no es un presagio, sino una deducción. Su
destitución ya se barajó después de perder contra el Alavés y ahora
cuesta imaginar un repentino ataque de paciencia; la pistola ya está
cargada. El siguiente actor principal fue José Luis Morales. No se
recuerda un náufrago tan entusiasta ni un fugitivo tan animoso. Morales
se bastó para poner en jaque a la defensa del campeón de Europa (ganó la
copa hace cuatro meses, aunque parezcan cuatro años), quién sabe si con
la íntima motivación del niño que no fue seleccionado cuando hizo las
pruebas para entrar en el Real Madrid. El último papel le corresponde a
Oier Olazábal, un guardameta criado en el Barcelona y que en abril de
2015 recibió nueve goles en el Bernabéu, entonces como portero del
Granada. También él ajustó cuentas con el pasado.
Antes que por el fútbol, el Real Madrid fue vencido por el destino,
no hay tozudez como la suya. Todo lo que podía ocurrir sucedió en los
primeros 16 minutos. Un gol de Levante, un penalti a su favor
poco después tras consulta al VAR y un gol anulado al Real Madrid por el
mismo procedimiento. En una frase resulta fluido
(relativamente) pero no lo fue en absoluto. Las esperas de cada decisión
se hicieron eternas y el partido se dejó de jugar en el Bernabéu para
trasladarse a una habituación repleta de televisores. Es fácil imaginar
el sofocón de los árbitros en la sala, los cafés derramados y las manos
sudorosas. Tampoco es difícil solidarizarse con los aficionados que
aguardaban a que alguien les autorizara a celebrar o deprimirse.
El primer gol del Levante fue una descripción de su escueta hoja de
ruta: balones largos a Morales. En esta ocasión fue Postigo quien lanzó
al delantero, que aprovechó la indecisión de Varane para batir a
Courtois. El plan se repitió una y otra vez, y en cada repetición
Morales sembró el pánico, porque además de correr sabe esperar, esto le
diferencia de los galgos y las avestruces. Oirán que no dejó de dar
carreras, pero en realidad no dejó de pensar. Su partido fue
espléndido, manejado como lo hacen las grandes estrellas, consciente de
las necesidades de su equipo y del paso del tiempo.
Los nervios merecen más líneas. Casi desde el primer
instante, el partido estuvo condimentado con esa angustia que atenaza el
cuello y luego se instala en los antebrazos, o en las piernas que de
pronto sostienen mal. Ni siquiera cuando el Levante consiguió
el segundo gol gracias a un penalti catódico existió la sensación de que
el partido estaba resuelto; más bien al contrario. El marcador señalaba
el nivel del desafío que debía afrontar el Madrid para completar la
proeza, no tan lejana porque su rival, con 80 minutos por delante, daba
inequívocas señales de ser endeble en defensa, especialmente en los
balones altos.
No tardamos en recordar que el Real Madrid no tiene goles porque se los llevó Cristiano. De manera que los asedios deben ser recalculados. Las proezas quedan
ahora mucho más lejos. Además, se ha instalado en las mentes de los
jugadores una pesadumbre que afecta directamente a la confianza y que se
manifiesta en los remates imprecisos y en los postes, en ese infortunio
que se confunde con el desacierto sin que sepamos decir quién empezó
antes. Y no resto méritos a las paradas de Oier. Aunque estuvo inseguro
en el juego aéreo, tanto como sus defensas, repelió el resto de
disparos, como si en lugar de nueve heridas hubiera ganado aquella tarde
de 2015 nueve vidas que gastar en el Bernabéu.
El gol de Marcelo a falta de 20 minutos hubiera asegurado al menos el empate en cualquier otro momento. Pero ya digo que el pasado ha dejado de ser referente. La opulencia de antes es ahora una sequía que bate récords. El derechazo de Marcelo dejó la racha sin goles en 480 minutos, la más elevada en la historia del club.
Apenas se notó la intervención de Bale, falto de forma, que entró en
el descanso por Odriozola. Más reseñable fue la aportación de Benzema,
asistente de Marcelo y un peligro constante dentro del área, casi
siempre como ideólogo y casi nunca como ejecutor. El problema es que
había un muro más alto que el del Levante. Se ha construido en
la propia cabeza de los jugadores que, por primera vez en muchos, años,
se sienten expuestos a las desgracias que antes sufrían los demás.
Cuando el árbitro pitó el final del partido,
el público no supo cómo sentirse, seguramente porque no encontró a
quién echar la culpa. El entrenador no ha tenido apenas tiempo para
equivocarse. Los jugadores son los de siempre y el delantero reclamado, Mariano, jugó de titular. No faltó actitud ni se bajaron los brazos. Es otra cosa. Algo extraño, indefinible. Tal vez fútbol, la otra cara.
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