lunes, 15 de octubre de 2018

Manu

La memoria es el lugar donde se instala la complacencia, el sitio común al que recurrir cuando la añoranza preside el desengaño. Una zurda mágica, un toque de distinción, una vaselina al portero adelantado. Nada más bello que una ejecución certera cuando los nervios aprisionan el estómago, nada más espectacular que una definición ajustada cuando el delirio se contrapone al deseo.

El Athletic que yo conocí era un equipo campeón por los cuatro costados. Competía como el león que representaba su imagen, sufría como un luchador en la arena, celebraba como un niño el día de su cumpleaños. Dirigidos por Javi Clemente, como una hueste imperial, arrasaba campos con victorias y críticas con jugadas conceptuales. Pelota directa, segunda jugada, balones cruzados y apariciones esporádicas. Y entre medias de aquel frenesí, un tipo que ponía la pausa.

Manu Sarabia jugaba con las medias caídas y el porte desgastado de quien parece no ponerle ganas. Era lo contrario a la furia que alimentaba al equipo y lo inherente a la clase que promulgaba el escudo. Jugaba entre líneas, tiraba paredes, abría al extremo y, en más de una ocasión, encontraba el lugar preciso para vacunar al portero con la precisión de un cirujano.

Fue héroe en Sevilla el día que España fue portada en el mundo tras arrollar a Malta con un arrebato de pasión y fútbol. Fue héroe en Canarias el día que el Athletic subió al cielo y regresó a la ría con un campeonato que se hacía de rogar. Y fue héroe en Bilbao después de que su gente le viese llorar como un niño después de cumplir el sueño de su vida. Un jugador de club que se marchó por la puerta de atrás después de un encontronazo con el tipo que se creyó más fuerte que él. Lo que Clemente no supo es que los héroes son tipos que dibuja la gente y contra el corazón no se puede provocar una lucha incontrolada.

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